Columna de Daniel Matamala: Oráculos

Autorizar la venta de remedios fuera de las farmacias. Esa es la medida estrella del plan pro crecimiento económico del gobierno. Y dice mucho sobre una de las grandes distorsiones del debate político: su capitulación ante la tecnocracia económica.
Porque vender medicamentos sin receta en supermercados puede ser una buena o una mala idea, pero es una medida sanitaria, con efectos sobre el acceso a los remedios, la automedicación o las intoxicaciones, antes que una herramienta para impulsar el consumo.
Cosa similar pasa con el debate por la jornada laboral. El gobierno ha asegurado, en una espiral ascendente, que el proyecto de 40 horas destruirá "250 mil", luego "entre 250 y 300 mil", y finalmente, "hasta 303 mil" puestos de trabajo. En cambio, predice que su propio proyecto de 41 horas flexibles "creará 340 mil empleos". La oposición, en cambio, cita un cálculo de "entre 200 y 300 mil" empleos nuevos gracias a las 40 horas.
En manos de economistas creativos, los números pueden torturarse hasta que confiesen exactamente lo que uno quiere escuchar. Es que, aunque se haya disfrazado de ciencia exacta, incluso con un sucedáneo de Premio Nobel (en verdad es el "Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en Memoria de Alfred Nobel"), la economía sigue siendo una ciencia humana, permeada por muy humanas ideologías e intereses, aunque dotada, en palabras del economista Thomas Piketty, de una "absurda pretensión de poseer una cientificidad superior, cuando en realidad no saben casi nada sobre ningún tema".
Armada con esa pretensión, una tecnocracia arrogante exige que se la obedezca como a un oráculo al tomar decisiones políticas. Una fe ciega que no tiene respaldo empírico.
Algunas historias al respecto: la prestigiosa Encuesta de Profesionales en Previsión Económica estimó que la economía estadounidense crecería un 2,4% en 2008, y que las probabilidades de que se contrajera en al menos el 2% eran de 1 en 500. Pues bien: la economía cayó un 3,3%. No fue un error aislado: desde la creación de la encuesta en 1968, ha fallado la mitad de las veces en un pronóstico que, según ellos mismos aseguran, tiene un 90% de certeza. No solo equivocan sus estimaciones; también fracasan, groseramente, en evaluar su propia confiabilidad. ¿Cuánto duraría en su pega un meteorólogo cuyas estimaciones "con un 90% de confianza" de días soleados terminaran la mitad de las veces en un aguacero?
Según el macroeconomista Prakash Loungani, sus colegas pudieron predecir con un año de anticipación apenas dos de las 60 recesiones de la década del noventa. Sin embargo, esos pronósticos, con números exactos, comas y decimales, siguen dominando la información económica, "ajustados" luego una y otra vez por los mismos que fallaron la predicción inicial.
"Nadie tiene idea", reconoce el economista jefe de Goldman Sachs Jan Hatzius. "Entender un organismo tan complejo como la economía es muy difícil", explica. Pero, en su búsqueda por parecer una ciencia exacta, muchos profesionales simplifican el problema de millones de seres humanos tomando decisiones, y asumen que las personas "piensan como Einstein, almacenan tanta memoria como la computadora Big Blue de IBM y tienen la fuerza de voluntad de Gandhi", según resume el ganador del Premio Nobel (perdón, Premio del Banco de Suecia) Richard Thaler.
Muchos profesionales lúcidos (y con sentido del humor) como Thaler, Hatzius y Piketty entienden sus limitaciones; en palabras del economista John Kenneth Galbraith: "La única función de los pronósticos económicos es hacer que la astrología parezca respetable". Sin embargo, la tecnocracia pide que las políticas públicas obedezcan sin chistar a sus predicciones inciertas, contaminadas además por ideologías e intereses que suelen financiar o influir tales resultados.
Pensemos en el proyecto de 40 horas. Por cierto, el efecto sobre el empleo es muy importante. Pero también lo es el impacto sobre la salud mental, la vida familiar o las relaciones de pareja, por lo que deberíamos escuchar los pronósticos de sicólogos, sociólogos, profesores, terapeutas familiares…
Esa mirada más amplia ayuda, pero no resuelve el problema: digamos que los expertos predicen que el proyecto destruirá 100 mil empleos y bajará en 1% los sueldos, pero al mismo tiempo aumentará en media hora el tiempo diario que los padres pasan con sus hijos y bajará en 5% las licencias por estrés. Entonces, ¿deberíamos aprobarlo o no?
Aun si tuvieran predicciones 100% confiables, la economía, la sicología o la sociología no tendrían la respuesta. Ellas entregan insumos indispensables para una discusión responsable, pero son mudas respecto a la pregunta clave de una sociedad: ¿Cómo queremos vivir?
Una respuesta que solo puede entregar la deliberación democrática, a través del viejo y desprestigiado arte de la política.
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