Como se sabe, Pedro Güell fue uno de los asesores más escuchados por Michelle Bachelet durante su segundo gobierno, si no el que más. En su calidad de “teórico del malestar” y experto en políticas públicas, arribó en 2014 al segundo piso de La Moneda para apoyar la agenda reformista de la Nueva Mayoría, y desde ahí vivió una experiencia de gobierno dura, que mantuvo en pie su programa pero vio derrotado el espíritu de su proyecto. Como fuera, Güell se quedó hasta el final, cultivando una lealtad de la que no quedarán dudas al lector de esta entrevista.
Algún simbolismo tiene entonces que Bachelet haya vuelto a convocarlo justo ahora, cuando la historia no se repite, pero rima. Radicado hoy en Valdivia (es académico del Instituto de Administración de la U. Austral), el sociólogo fue anunciado por Horizonte Ciudadano como nuevo presidente de su directorio, y no es del caso disimular que el momento político tenga algo que ver con esto.
¿Llega a la fundación para apoyar desde el bacheletismo las reformas del nuevo gobierno?
La fundación tiene una misión y un sello que viene de antes del nuevo gobierno, y que consiste en promover políticas públicas innovadoras desde el punto de vista de la participación social. Sobre todo frente a los nuevos temas que hoy desafían a la política, como cambio climático, migraciones o infancia. Y ahí vemos muchas coincidencias con la voluntad reformista del gobierno: en las formas de repensar las prácticas políticas, en la distribución territorial del poder, en la capacidad de dares lugar a temas que no estaban en el repertorio histórico del progresismo. En ese sentido, vemos un gran espacio para aportar desde la sociedad civil al éxito del gobierno, pero también a la construcción del proyecto progresista para el nuevo ciclo político. Ahí estaremos, tal como nos lo pidió la expresidenta.
Los guiños de Boric a Bachelet han sido persistentes. ¿El encargo que le hizo la expresidenta también contempla el buen cultivo de esos vínculos?
No es un misterio que hay cercanías entre la Alta Comisionada y el presidente. Como fundación tenemos una relación de colaboración amistosa con el gobierno y esperamos seguir cultivando lazos de confianza. Pero además de eso, desde hoy vamos a concentrar mucho más nuestra labor en Chile. Hasta ahora la mayoría de nuestros proyectos se concentran en América Latina y esa inserción la queremos cuidar; pero dado el interés que representa esta experiencia de gobierno, el proceso constituyente y la vitalidad de las organizaciones sociales, creemos que desde aquí se va a poder nutrir el proyecto progresista más allá de nuestras fronteras.
Las fundaciones de expresidentes suelen generar poco entusiasmo porque se parecen mucho a una embajada de su figura tutelar. ¿Les gustaría romper ese molde o hay que asumir que de eso se trata?
Creemos que estamos lejos de eso, por suerte. La Alta Comisionada sabe bien que una fundación sin autonomía se vuelve rápidamente irrelevante, por eso nos ha insistido en que busquemos caminos propios. Además, para innovar hay que dar el ejemplo y alejarse de estructuras verticales o personalistas. Otra cosa muy distinta es que a nosotros nos encantaría tenerla más con nosotros en la fundación, porque ella es un motor impresionante de nuevas ideas y proyectos.
¿La idea es marcar más presencia en la conversación política o aportar a ciertas agendas desde un perfil más técnico?
Queremos contribuir a la reflexión institucional, pero desde experiencias concretas, locales, que ayuden a pensar nuevas vías de lo posible desde lo colectivo. Porque los proyectos progresistas no necesitan un ideario, lo tienen. Lo que nos faltan son herramientas eficaces para reconstruir la confianza en que la acción colectiva y los acuerdos amplios pueden hacer cambios relevantes. A eso queremos aportar con pequeñas innovaciones que ayuden a ampliar la mirada. Por dar sólo un ejemplo, estamos explorando cómo formas muy descentralizadas y comunitarias de monitoreo medioambiental permiten tomar decisiones mucho más rápidas. También queremos contribuir a recoger experiencia acumulada, porque las buenas prácticas ayudan a echar abajo muchas rigideces teóricas y políticas. En países europeos, por ejemplo, la articulación entre comunidad y policías ha permitido gestionar mejor la seguridad ciudadana, que es una demanda real de la sociedad y que claramente nos interesa.
Como la retórica de la participación social lleva ya algunas décadas de desgaste, uno siempre se pregunta cuánto hay de buenas intenciones y cuánto de novedad real.
Sí, estas cosas no pueden quedarse en una retórica buenista. Además, hay que ser claros: la participación social no elimina las tensiones de las relaciones de poder, sólo las procesa de otra manera. Y tal como nuestro centralismo nos genera hoy enormes tensiones, la desconcentración del poder que va a impulsar la futura Constitución también va a generar las suyas. En ese sentido me parece central, para este nuevo político, entender que uno no puede desconcentrar poder si no reconstruye nuevas formas de certidumbre institucional. El peor error sería pensar que formas de poder más participativas, que reconocen el disenso social, no necesitan adquirir formas institucionales capaces de estabilizar decisiones. El desafío va a ser cómo combinar esas formas estables con una ciudadanía capaz de empujar los cambios que ella se propone.
Y el manual dice que, en democracia, eso sería una ciudadanía capaz de organizarse en partidos que representen sus intereses.
Los partidos son irremplazables, pero tenemos que entender que vamos a vivir en sociedades con múltiples formas de representación, precisamente porque hay múltiples formas de identidad, incluso en un mismo sujeto. Por lo tanto, tendrá que haber mecanismos muy diversos de procesamiento, con distintas densidades y momentos institucionales. Y aquí no queda otra que aprender a explorar, porque los países desarrollados están en el mismo problema, no es tan fácil como ir a copiarles la fórmula. Una pregunta clave, creo, va a ser cómo vinculamos distintas formas de organización, pero sin confundirlas.
¿Confundirlas sería, por ejemplo, que los movimientos sociales quieran representarse a sí mismos en el Congreso?
En la elaboración de leyes, y en la conducción del gobierno, necesitamos formas de representación mucho más institucionalizadas y estables, como son los partidos políticos. Porque son capaces de agregar voluntades y de negociar los disensos que se producen entre distintas demandas. Los movimientos sociales, por su naturaleza, que es mucho más expresiva, no están llamados a eso. Tampoco las organizaciones de la sociedad civil. Y esperaría que la nueva Constitución contribuya a fortalecer los partidos y a no debilitar a los movimientos sociales confundiéndolos con partidos.
Pensando en nuevas fórmulas de participación, ¿cree que la Convención ha sido hasta acá una experiencia exitosa?
Es que la Convención es un caso distinto, porque no se pretendía que fuera representativa de espacios organizados de procesamiento. Ellos representan aquello que se convocó: las distintas expresiones de demandas e identidades de la sociedad que los partidos, a su vez, no estaban logrando representar de buena manera. Y es innegable que este proceso ha sido capaz de convocar y escuchar a la más amplia gama de demandas sociales, por lo que en esos términos ha sido exitoso. Ahora, también es innegable que la Convención tiene problemas de método y de liderazgo político para llegar a acuerdos y no sólo a encuentros expresivos. Pero yo creo que el problema no está en sus formas de representación, sino en si acaso se dio los mecanismos adecuados para procesarlas.
No atribuye el problema, entonces, a que la Convención tenga una vocación demasiado particularista.
Lo que creo es que la forma de organizar las comisiones hizo que hubiera un alto consenso al interior de ellas, y por lo tanto que tuvieran un componente expresivo e identitario muy acentuado. Entonces el pleno, que es más diverso, les rechaza ese tipo de cosas. A lo mejor el mecanismo de composición de las comisiones no estuvo tan bien diseñado y hay que hacer algunos ajustes para que esto llegue a buen término. El tema del tiempo me parece clave. Yo sería partidario de darle más tiempo a la Convención, pero no para cualquier cosa: para dárselo a la Comisión de Armonización.
Pero la Convención le redujo el plazo la semana pasada, de cinco semanas a tres.
Yo creo que hay que darle más tiempo y también más dientes, mejorando el reglamento. Pero claro, muchos no quieren, y más bien le acortan el plazo porque temen que esa comisión, como es representativa de algo mayor, sea una cocina. ¡Pero ese es precisamente el corazón de la dificultad que tenemos! Que no hemos logrado desarrollar los mecanismos de articulación y conducción política que permitan mejores debates y por lo tanto mejores normas, con más apoyo. Y la Comisión de Armonización es la oportunidad que tenemos para eso, pero eso supone tomársela en serio y darle más dientes. De cualquier manera, no hay que olvidar que los dos tercios son una norma muy exigente. Y más vale seguir haciendo el esfuerzo por construir desde la Convención que este intento oblicuo de declararla muerta e inventarle una tercera alternativa al plebiscito. Eso es buscar escenarios que podrían generar mucha más polarización y con un resultado totalmente incierto. Me huele mucho a magia esa supuesta salida, como si la esperanza fuera “de alguna parte va a salir la solución”.
Cuidar el relato
¿Se incluye entre quienes piensan que el estallido social “le dio la razón” a Michelle Bachelet?
El estallido y los procesos posteriores le dieron la razón a una de sus insistencias principales: en Chile hay una demanda de cambios que no se puede satisfacer con correcciones menores al modelo político y de desarrollo, sino con reformas estructurales. Y cuanto antes se hagan y de la manera más democrática e institucional, mejor. Hoy muchos se arrepienten de no haber tenido la voluntad de escuchar.
También es cierto que ese gobierno logró aprobar la mayoría de sus reformas, pero no que la sociedad se reconociera en ellas.
Sí. Digamos, para ponderar, que dado el desgaste que hoy sufren los gobiernos, entrar con un 55% de apoyo y salir con un 45% está muy lejos de ser un rechazo social. Pero es cierto lo que dices. Y si bien tuvimos una campaña muy en contra, también creo que faltó pedagogía social de nuestra parte. Porque algunas de las reformas, como la Ley de Inclusión, implicaban alteraciones en el orden de la vida normal de las personas, y nosotros no supimos hacer la pedagogía adecuada para eso.
¿Por falta de osadía ante el temor de que eso fuera mal visto?
En parte, porque algunas cosas no sabíamos hacerlas bien, nomás. Eso hay que reconocerlo. Y en otra parte porque había un gran rechazo de la oposición a la comunicación social por parte del gobierno. Ahí faltó, tal vez, más osadía. Otro factor es que hubo dificultades políticas para llevar adelante ciertas reformas y eso produjo frustración social.
Ya que vivió desde La Moneda cómo un relato reformista perdió su crédito en poco tiempo, ¿de qué factores políticos, según su experiencia, debería cuidarse un gobierno entrante para no correr esa suerte?
En el caso de la Nueva Mayoría, una dificultad fue que la propia coalición no se articuló leal y colectivamente en torno ese relato. Primaron más de la cuenta las dinámicas de lote. También contribuyó una derecha y una élite empresarial que exageró el sentido de amenaza que representaba el proyecto de Bachelet, y puso su artillería pesada en contra. Y ante esos dos obstáculos, las urgencias políticas hicieron descuidar la relación con el Chile de a pie, que era la base de apoyo decisiva de la presidenta. Así que el aprendizaje es claro: construir un sentido colectivo de proyecto para la coalición y hacer pedagogía de ese proyecto en la sociedad a partir de acciones concretas. Por cierto, todo esto descansa en un buen funcionamiento diario de las políticas públicas. No basta con los simbolismos.
¿Es para preocuparse, entonces, que recién iniciado el gobierno los parlamentarios de la coalición apoyaran la tramitación del quinto retiro? No podían ignorar que le abrían un flanco a la credibilidad del presidente, al exponer su cambio de postura.
No veo todavía una sacada de piso. Fueron algunos parlamentarios, no la coalición como tal, y sabemos que un elemento de esta crisis del sistema político es que muchos actúan en función de su poder y protagonismo inmediatos, descuidando incluso los efectos sobre su propia agrupación. Es lo propio de este parlamentarismo de facto que hemos vivido. Ahora, para ir directo al fondo de tu pregunta: el principal torpedo al relato de un gobierno proviene, sin duda, de que parte de sus huestes no lo crean.
¿Las declaraciones que viene haciendo el alcalde Jadue le han recordado algunos malos ratos que pasó en La Moneda?
O sea, cuando alguien que pertenece a los espacios y las sintonías de uno, hace declaraciones cuyo posible aporte político uno no logra entender, por supuesto que se irrita. Porque el producto más preciado que tú tienes es la confianza en torno al relato que une al grupo. Entonces claro que pasas malos ratos. Sobre todo cuando no entiendes por qué se hace eso, cuál es el sentido.
Durante Bachelet 2, su nombre hizo las veces de punching ball: se le cargaba un diagnóstico errado que “izquierdizó” más de la cuenta los malestares sociales y confundió al gobierno. ¿Hoy respondería que sus críticos lo entendieron mal a usted o a la sociedad?
Parece que el problema central es que no entendieron a la sociedad, cosa que por lo demás hoy reconocen cuando señalan que no vieron venir el estallido. Y no lo vieron venir porque viven entre las caricaturas que hacen de los que piensan distinto y los miedos que les impiden reconocer las demandas de los sectores sociales que piden cambios.
¿Diría que la izquierda lo hace mejor en términos de no caricaturizar a los que piensan distinto y de reconocer las demandas sociales que le incomodan?
A ver, yo no creo que en esto de que un lado es intelectual o moralmente mejor que el otro. Ver emerger de la sociedad demandas que no estaban en tu repertorio siempre produce incomodidad, y en todos los sectores uno conoce gente que tolera esa incomodidad y gente que prefiere cerrarse o simplificar. Por lo mismo, hay caricaturas que hace la izquierda tan nefastas como las que hace la derecha.
Entonces la izquierda estaría igual de expuesta a no ver venir ciertas demandas sociales.
Bueno, hubo sectores progresistas que pensaron que el malestar social era el resultado normal de un proceso de modernización, y que la propia modernización iría creando sus anticuerpos. “La vida moderna es compleja, aprendamos a vivir en ella”, era un poco la idea.
Y sectores aún más progresistas que la noche de la primera vuelta sintieron que estaban viviendo en un país de fascistas del que no se habían enterado.
Y ahí hay otra caricatura, la del facho pobre. Uno puede reconocer que en el mundo popular hay dinámicas que promueven formas de reacción autoritarias ante ciertos fenómenos, como por ejemplo la migración. Pero decir que son fachos pobres ya es pura caricatura. Además, imponer una idea nostálgica de lo que el pueblo quiere, o una suerte de ley natural de las verdaderas necesidades del pueblo, es lo propio del mundo conservador. Lo propio del progresismo es fortalecer la capacidad de la sociedad de orientarse a sí misma. Y para eso tiene que saber leer las experiencias dispersas y contradictorias de las personas, en su vida cotidiana, y comprarse los conflictos que implica procesar todo eso a través de mecanismos democráticos.
En ese sentido, ¿se encontró el gobierno de la Nueva Mayoría con una sociedad más individualista de lo que había previsto?
Claro, pero con matices. La individualización de las subjetividades y de las demandas sí es un fenómeno propio de la modernidad capitalista. Pero no se trata siempre de una subjetividad optimista, autoafirmativa y apoyada por una institucionalidad basada en derechos, como predice la teoría. La individualidad que promueven mercados desregulados, un Estado débil y una sociedad de privilegios estamentales es también la subjetividad acorralada y asustada, la del sálvese quien pueda y el rásquese con sus uñas. Y eso fue lo que en Chile, creo yo, no se reconoció a tiempo por un exceso de teoría normativa y una falta de reflexión empírica.
Kathya Araujo dice que la “tesis del malestar” tuvo su propio problema: nació como diagnóstico a fines de los 90 pero llegó al poder en 2014, cuando los individuos eran más fuertes y exigían más autonomía, no sólo igualdad.
Sí, pero al mismo tiempo que se produjo esa individuación muy defensiva y muy intensa, se incubaron demandas propias de mecanismos colectivos: una idea de Estado, una cierta idea de pueblo, formas de solidaridad, de redistribución, de ocupación de los espacios públicos, etc. Entonces no es que la aparición de un fenómeno dejara desfasado al otro, los dos crecieron en forma paralela. ¡Lo cual es perfectamente razonable! En términos estrictamente teóricos, no hay individuación posible sin mecanismos fuertes de trama y lazo social.
También hay quienes creen que la disputa entre autoflagelantes y autocomplacientes se alargó demasiado tiempo y eso le impidió a toda la Concertación pensar los cambios del siglo XXI.
Si ese disenso se hubiera procesado como tal, y no sofocado en nombre de la gobernabilidad y los cálculos electorales, yo creo que habríamos tenido no sólo una coalición más sólida, sino un discurso y unas políticas que acompañaran mejor la evolución de la sociedad. Pagamos un costo muy alto por nuestra obsesión atávica con una errada idea de consenso. De tanto privilegiar una aparente unidad al interior del sistema político, se descuidó el vínculo real con la sociedad.
¿Eso incluye Bachelet 1?
Yo no la incluyo a ella. Porque la presidenta ha tenido siempre una extraordinaria tolerancia a los conflictos, y al mismo tiempo una orientación política muy sensible a la cotidianidad y la participación sociales, más que al solo sistema político. Hay que recordar que, ante la movilización estudiantil de 2006, fue ella quien dijo algo así como “prefiero tolerar los conflictos que esta movilización trae consigo antes que intentar aplacarla”.
Los pingüinos sintieron que la solución fue más por la segunda vía.
La solución en ese momento fue tratar de negociar una salida institucional, nos dejara a todos conformes o no. Y reconocer la legitimidad de una demanda social y buscar institucionalizarla con transformaciones, hay que decirlo, era algo bastante inédito.
¿Qué tendría que pasar, a su juicio, para que las expectativas de cambio social que ha creado el discurso de Boric queden más satisfechas que defraudadas?
Yo creo que la sociedad no va a evaluar tanto si Boric cumple el 80 o el 87% de las promesas programáticas. Lo clave va a ser que su gobierno no sea un paréntesis electoral. Es decir, que realmente se lo perciba como el primer paso de una transición a un nuevo ciclo político, basado en la igualdad, la democracia real, el bienestar compartido, el respeto mutuo. Puede ser un paso chico, no importa, lo que importa es que sea sólido e irreversible. Eso es finalmente lo que le pedimos al gobierno de Boric: que en cuatro años más tengamos la confianza de que hay cambios en curso y que los próximos cambios van a ser abordables, posibles.
¿Cree posible “superar el neoliberalismo” sin replantear las expectativas de consumo de la sociedad chilena actual? Por mucho que la gente participe, si la prioridad de cada uno es tener plata fresca hay que apurar la máquina, ¿o no?
Un comentario previo: el nudo más problemático del neoliberalismo no es el gusto por el consumo, sino el intento de negar el carácter político de la construcción del orden social. Y lo que la sociedad empezó a exigir desde 2019 es que ese orden sea una construcción colectiva y los poderes actúen a la luz del día. Pero yendo a tu pregunta, creo que es así de claro: no vamos a superar los efectos del neoliberalismo, que han calado hondo en la cultura, sin cambio cultural. Y ese cambio no se produce sólo de manera espontánea: tiene que ver con las disputas de sentido al interior de la sociedad. Tenemos que perderle el miedo a la caricatura que hace cierta derecha cuando dice que el trabajo cultural es una mezcla entre Trotski y Gramsci, pintados como un par de ogros. Siempre la sociedad está procesando disputas culturales. La cuestión es hacerlo de manera transparente, democrática y respetuosa de minorías. Y con los instrumentos y en los espacios de la cultura.
¿Eso significa no hacerlo desde el Estado?
El Estado tiene un gran rol en crear las condiciones para el libre debate de las comunidades e individuos. Pero no está llamado a decidir ese debate, ni a decidir qué contenidos e identidades deben predominar. Salvo por los grandes valores civilizatorios como los derechos humanos, la democracia y el respeto a las diferencias. Esos valores sí suponen trabajo cultural público y ahí el Estado no puede ser prescindente.
¿Cree que la meritocracia es un valor a defender por parte de la izquierda actual? ¿O debería aspirar a quitarle terreno?
Hay que defenderlo. Si no se valora el mérito y el esfuerzo personal, no vamos a tener una sociedad de iguales. Lo que ocurre es que seguimos teniendo una sociedad estamental que no se rige de verdad por la meritocracia, y que la usa como discurso para culpar a las propias personas por sus vulnerabilidades. Pero, ojo: el mérito no tiene eficacia como valor si no hay pactos y soportes sociales que emparejen la cancha y distribuyan mejor las capacidades. Del mismo modo, la solidaridad o la redistribución no van a funcionar como ideas abstractas. Tienen que fundarse en experiencias concretas, sustentadas a su vez en instituciones que funcionen bien. Si la gente no cree en los mecanismos colectivos porque no han estado disponibles, es natural que diga “a mí no me toquen mi parte”. Dicho de otra manera, debatir ideas es fundamental, pero creer que la disputa cultural es un enfrentamiento de ideas contra ideas… Eso ya es más bien iluso.