Réquiem por el Bar Inglés

Bar Inglés

Hubo un tiempo en que la taberna que funcionaba desde 1916 reunió a la élite de Valparaíso. Pero el bar, a pesar de su historia, no pudo desligarse de la decadencia del Puerto. Después de varios años de agonía, el Inglés se derrumbó sin que sus dueños o parroquianos pudieran recogerlo.


Hay una barra de roble de 15 metros. Hay, también, estantes de distintos licores, un espejo en el fondo y, en la pared amarilla del lado opuesto, cuelgan cuadros del Príncipe de Gales, la Reina Isabel y el Príncipe Felipe. El techo es amplio, pero el lugar es angosto y cruza desde la calle Cochrane a la calle Blanco, en el Barrio Puerto de Valparaíso. La decoración remite al pasado. El suelo en la entrada lo anuncia y los hombres de traje que antes conversaban ahí lo confirman, es el histórico Antiguo Bar Inglés.

Se cuenta que en 1914 desembarcó en el puerto de Valparaíso un marinero austríaco llamado Jacobo Trinkler. Dicen que se enamoró, decidió quedarse en Chile y a los dos años abrió un bar al que bautizó como The Old English Bar, para atraer a la flota de británicos que pasaban por la Quinta Región. Cuando llegó Trinkler, Valparaíso era el primer y mayor puerto en el Pacífico Sur, que conectaba el océano con el Atlántico.

Marinos de todo el mundo desembarcaban en el puerto que inspiraba novelas de aventuras alrededor del globo y que, incluso, marcó las páginas de Moby Dick, de Herman Melville. Por eso lo cosmopolita y por eso también el auge del comercio naviero.

Tanto en el bar como en el Puerto, el público era variado. Hombres con sombrero de copa se sentaban al lado de los obreros portuarios. Se hablaban distintos idiomas y se compartían tragos que terminaban en fiestas.

Con la apertura del Canal de Panamá en 1916 y la invención del salitre sintético, Valparaíso comenzó a quedar de lado y lentamente apareció la decadencia. Los extranjeros dejaron de ser mayoría en las calles. Había agentes de aduana, pero los que se tomaban los lugares ahora eran quienes trabajaban en el mundo financiero.

En 1956, el Bar Inglés llegó al lugar donde permaneció las siguientes seis décadas: Cochrane 851 o Blanco 870, dependiendo del lado del inmueble por el que se entrara. Un edificio de tres pisos construido en 1860 con arquitectura inglesa, que en la primera planta albergaba la taberna. Esas fueron las puertas que, poco antes de los 60, cruzó el poeta Juan Cameron por primera vez, con 10 años. Hoy recuerda ese espacio que conoció de niño como “un bar magnífico, un club de señores, de oficinistas y bancarios”. De la mano de su abuelo paterno se tomó una bebida y observó el lugar al que seguiría volviendo durante toda su vida.

Quizás se cruzó con Samuel León, que en ese entonces era cadete de la Fach y aún no era investigador urbano, ni mucho menos un estudioso de esa ciudad. En la misma época, León comenzó a enamorarse de Valparaíso y a conocer la vida nocturna porteña de los 60. El Inglés era un bar más formal, pero colindaba con el barrio El Almendral, donde se desencadenaba la fiesta. Por eso se cruzaban los trabajadores de la Bolsa de Valores con los personajes más bohemios de la época. Una mezcla propia de Valparaíso.

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Eran los 80 y la yegua Mortífera corría una importante carrera de caballos en el Sporting de Viña del Mar. Los parroquianos del Bar Inglés escuchaban atentos al relator que rápido, y sin que se le trabara la lengua, contaba cómo la yegua iba última sobre el turf. El dueño del animal ponía cara de preocupación, pero cuando se acercaba la recta final, Mortífera sorprendió a todos con su sprint y remató primera. Los contertulios se levantaban y se abrazaban celebrando a la ganadora. El dueño invitaba una ronda por la victoria mientras el premio nacional de Ciencias Sociales, Agustín Squella, reía viendo la alegría que generaba la carrera imaginaria que relataba en voz alta. Porque en la vida real, Mortífera nunca ganó esa carrera. Todo era una fantasía narrada por Squella, quien hacía soñar a su amigo, dueño de la yegua, con que un día llegaría primera. Lo hicieron una y otra vez, mientras agradecían los tragos gratis de celebración que les llegaban.

Era como un rito. Las jornadas empezaban los viernes a las 13 horas y terminaban con el toque de queda, dentro de un salón lleno de hombres de traje, ruido de dados, humo de cigarro y el sonido de la coctelera. No se solían ver mujeres. En general, la única era Celia, una mesera del lugar.

A la misma hora llegaba el exdiputado DC y alcalde de Valparaíso Aldo Cornejo, que entonces trabajaba en el Banco Hipotecario. Todos los días el almuerzo comenzaba y terminaba con una partida de cacho junto a sus colegas. Su plato favorito era el Pancho Villa, porotos con un bistec y un huevo frito.

Los clientes habituales tenían un vaso con su nombre grabado, Squella era uno de ellos. El Bar Inglés, para él, es uno de sus lugares sagrados. “Sagrados por indispensables, intocables, imprescindibles. Es un lugar de encuentro, de conversación, camaradería”, por eso cuenta que durante décadas se transformó en su rutina, un imán, dice, que lo atraía.

En las mesas de mantel blanco los abogados cruzaban palabras, arreglaban juicios y cerraban negocios. El alegato nocturno, lo llamaban. “En el Bar Inglés debe haber habido 40 mil alegatos nocturnos, del abogado exponiéndole al juez que va a resolver su causa. Ahí se transaban negocios y sentencias”, dice el abogado Guillermo Arenas.

Pero también se hablaba de cultura. En la misma época, Juan Cameron frecuentaba el local con amigos y colegas, “los que nos considerábamos héroes del arte”, dice. Compartió mesa con el escritor Manuel Astica Fuentes, el grabador Carlos Hermosilla Álvarez, con Martín ‘Poni’ Micharvegas y otras tantas figuras de la escena literaria. “En ese momento éramos poetas, gestores del desarrollo cultural. Entonces teníamos la necesidad de juntarnos, hablar de libros, comentar poemas y, también, de mostrarnos socialmente como tales”, dice Cameron. Cuando pasó a formar parte de la Sociedad de Escritores de Valparaíso, se transformó en rutina.

La seriedad de los hombres de traje y conversaciones profundas terminaba cuando entraban al baño y se encontraban con una pizarra donde escribían bromas. Abajo estaba el urinario, que a un lado tenía un espejo cóncavo y al otro uno convexo, lo que sacaba risas de quien veía deformado su cuerpo.

Pero fuera de la manzana del Bar Inglés ya no se veían tantos hombres de traje. Con la ausencia de los extranjeros, el comerció no tenía clientes, aumentaron la delincuencia y el trabajo infantil. Además, con la llegada de la dictadura y el toque de queda, el fin de la vida nocturna disminuyó aún más los ingresos del sector.

La crisis económica que comenzó el 82 vino a rematar el Puerto. Un año más tarde, cerró la Bolsa de Valores de Valparaíso y con ella los trabajadores financieros fueron alejándose del Puerto.

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Cuando el sociólogo, político y académico Ernesto Ottone volvió del exilio a Valparaíso, fue al Bar Inglés. Antes de dejar el país había ido como estudiante, cuando el bar era un lugar de lujo. A su regreso, todo estaba más viejo. “Ahora íbamos los que éramos profesores, trabajábamos en el gobierno o éramos abogados”, cuenta Ottone. Llegó en 1989 a Chile. Era otro país y era “otro Bar Inglés”, dice.

Siguió yendo durante los años. Ahora también iban mujeres. Las mesas de extranjeros ya no eran de marinos, sino turistas que pasaban por el punto histórico. Los parroquianos tenían sus vasos, pero las jornadas no eran tan intensas. Los académicos que pasaban después de clases eran los mismos desde hace 20 años.

Una noche se encontraron Agustín Squella, Ernesto Ottone, Raúl Allard, Carlos Vergara, Patricio Meller y otros tantos académicos en el Bar Inglés. Era 20 de mayo y, ese mismo día, entre conversaciones y vinos, nació el Foro de Altos Estudios Sociales de Valparaíso. La idea la inspiró el lugar. Querían armar un espacio de debate intelectual, porque al Puerto ya no llegaban conferencistas. En 2003 se fundó la corporación que propone un centro de estudios sociales con espacios para debatir ideas del mundo contemporáneo. “Y aunque estaba el consejo de rectores de Valparaíso, este primer espacio no se creó en ninguna universidad. Se creó en el Bar Inglés”, dice Ottone, y apela: “Imagínate la carga que tiene eso, no es adobe o cemento, es mucho más, es historia”.

Eso era lo que percibía cuando entraba el profesor de literatura Cristián Warnken: “Sentía el tiempo, el peso de la historia, la sensación de que era un lugar donde había pasado mucha gente, gente que se había ido. Tú estabas dentro de un mito”, dice.

En el Bar Inglés se detenía el tiempo, “fuera del tiempo de la productividad, fuera de la eficacia y fuera de nuestra época”, señala Warnken. Y en una de esas jornadas de larga conversación sin límite de tiempo, con el académico Ernesto Pfeiffer, nació la nueva Editorial de la Universidad de Valparaíso. En parte, tenía que ver con la inspiración. Quizás también con el pisco sour, bromea el académico, que volvió hasta el último año que estuvo funcionando.

Pero fuera de la imaginación de Warnken, al bar también le pesaba la historia. La pintura amarilla era la misma de hacía décadas, el polvo se acumulaba en los rincones y en invierno la lluvia traspasaba el techo. El Barrio Puerto estaba en decadencia y el puñado de nostálgicos visitantes, que aparecían de vez en cuando, no eran suficientes para sostener el negocio.

De tantas deudas, en 2017 el bar quebró y cerró. Meses más tarde un antiguo cliente, Marcos Hume, lo abrió como arrendatario. Pintó las paredes, barnizó la barra, restauró los muebles con esperanza de reanimar el edificio. “Pero desde que lo abrí, empezó el desfile de multas, revisiones y sanciones de todos los estamentos habidos y por haber en Valparaíso”, dice Hume. Tras 15 observaciones de la Seremi de Salud, en 2018 terminó por clausurar. Hume guarda algunos objetos y también la marca del bar.

No hubo más Bar Inglés. Se sumó al bar La Playa y al restaurante Hamburgo, y otros íconos porteños que clausuraron, luego de quedar plasmados en poemas y libros. Pero en este caso, la bandera británica de la entrada siguió flameando fuera del local.

El 7 de mayo Valparaíso amaneció con la fachada de la calle Blanco en el suelo. Los muros y las ventanas del segundo piso cayeron, llenando el cemento de restos de madera. Al otro lado de la vereda, los porteños paraban a despedirse del lugar, mientras una máquina demolía lo que quedaba.

A pesar de ser parte del Área Histórica de la Ciudad Puerto de Valparaíso, reconocido como patrimonio por la Unesco en 2003, existen vacíos sobre la responsabilidad patrimonial del edificio. Mario Ferrada Aguilar, arquitecto de la Universidad de Chile, levantó una denuncia pública por “patrimonicidio”, la palabra que le da al atentado contra el patrimonio porteño. El futuro del edificio es incierto, dicen desde la Municipalidad de Valparaíso. Quizás se reconstruya la fachada. Quizás se reemplaza por un edificio. Pero el Bar Inglés ya no existe.

Ernesto Ottone prefirió no ver el video del derrumbe, “se te van pedazos de vida”, dice. Cristián Warnken tampoco quiso ver las imágenes. Agustín Squella sintió un desgarro al reproducir la filmación. Recuerda la canción Valparaíso del Gitano Rodríguez. “No se puede dejar sin que nos falte”, dice la letra refiriéndose al Puerto. “Lo que me duele hoy en día es que Valparaíso pareciera estar faltándonos sin que lo dejemos”, dice Squella.

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