Exdirector de las bibliotecas de Harvard, donde es profesor emérito, Robert Darnton (Nueva York, 1939) es un nombre insigne de la historia cultural, además de intelectual público. Pionero de la historia del libro y la lectura, sus investigaciones de cincuentaitantos años han dado pie a hits editoriales como La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia cultural francesa (1984), así como a un ciclo de hallazgos y reflexiones que llega a su fin con dos libros, el primero de los cuales acaba de traducirse: Un magno tour literario por Francia, que, a partir del caso de un viajante de comercio, se sumerge en la sociedad, la economía y la cultura prerrevolucionarias.
Pero, antes de hacer carrera, Darnton fue por muy corto tiempo un reportero.
Hijo de un corresponsal de guerra y autor de “El periodismo. Imprimimos todas las noticias que quepan”, agudo ensayo de 1975 incluido en su libro El beso de Lamourette, dice hoy por Zoom desde su casa en Massachusetts que ha aprendido algunas cosas de medios y periodismo. Por ejemplo, que reportear hace medio siglo no era lo mismo que reportar hoy, con las implicancias que esto tiene para la idea misma de noticia. Y da al respecto un ejemplo revelador.
Darnton fue una especie de practicante en The New York Times durante sus vacaciones de verano de 1958. Como principiante, trabajó en los cuarteles de la policía con una docena de reporteros de los grandes periódicos de la ciudad en Newark, Nueva Jersey, porque allí “había crímenes por todas partes, y eso era excelente para los diarios sensacionalistas”. Y mientras los periodistas avezados jugaban póquer a la espera de un notición, la tarea del futuro historiador era reunir información para que otros decidieran qué hacer con ella.
Un día, dio con un caso que incluía violación y asesinato. En vez de ir a avisar al juego de póquer, fue directamente al escuadrón de homicidios y le dijo al teniente, “acá hay una historia excelente”, acreditándolo con un papel en la mano. Pero el hombre lo miró con cara de desprecio y le dijo, “muchacho, eso no es noticia”, al tiempo que señalaba la letra “B” en el papel, junto a los nombres de las víctimas y de los sospechosos. “Nunca le había prestado atención a eso: ‘B’ significaba black”.
Lo interesante del episodio, para Darnton, está en que “muestra hasta qué punto las ideas racistas habían permeado el concepto mismo de noticia: las noticias no eran algo que les ocurriera a los negros, incluso si se trataba de un asesinato impresionante. Hoy, eso ya no corre, y hasta diría que los acontecimientos racistas son el ingrediente más importante de las noticias actuales”. Luego, inserta esta idea en un argumento general: no existe la información pura. “Toda información llega envuelta en valores, actitudes, visiones del mundo, expectativas y miedos”, afirma.
En ese contexto, el autor de Censores trabajando habla con La Tercera sobre periodismo, medios, desinformación, noticias falsas y otros temas que han sido parte de la pauta local en las últimas semanas.
El gobierno chileno ha planteado una batalla contra la desinformación y las fake news como modo de resguardar la democracia. ¿Qué tan complicado es hacer estas cosas desde el Estado sin el riesgo -o la tentación- de controlar la información?
La pregunta es, cómo nos protegemos de la desinformación y conservamos al mismo tiempo la libertad de expresión. No es una pregunta fácil. ¿Qué es la desinformación, entendida como lo contrario de la información? El ambiente de la información y de la difusión de noticias es muy complicado y no se pueden trazar líneas claras. Una forma de intentar distinguir entre desinformación e información se hace en el sector privado cuando compañías como Meta (Facebook) intentan eliminar el “discurso de odio”. Pero tenemos que depender de su juicio, que puede no ser muy bueno. En el caso de Twitter, Elon Musk está cambiando su cobertura de modo que la desinformación de Donald Trump llegue de nuevo a un gran público.
¿Qué puede hacer el gobierno chileno para detener la desinformación? Depende de los chilenos, y no pretendería dar consejos. Pero creo que el discurso de odio existe, que hay desinformación y que se intenta falsear noticias y difundir falsedades. Eso debe combatirse, sin duda, mediante un flujo libre de información que exponga las falsedades. También estaría a favor de erradicar los discursos de odio. ¿De qué forma? No lo sé. Es difícil, y la censura podría entrar en escena, lo que no me parece una muy buena respuesta. Necesitamos poner barreras al tipo de desinformación que erosiona la democracia, que socava la legitimidad del sistema democrático. En EE.UU. hemos visto la desinformación erosionar la confianza pública en la democracia. Ese es un peligro real, y es el tipo de cosas que han sucedido en todos los regímenes, democráticos o no.
Junto con determinar lo verdadero y lo falso, hay otros elementos: intereses particulares, diferentes puntos de vista y la sospecha que recae en quienes estarían difundiendo noticias falsas y discursos de odio. ¿Ve posible hacer frente a todo eso?
Yo sería muy cauto a la hora de facultar a un gobierno para intervenir por doquier aduciendo que algo que se ha dicho podría ser inexacto o que podría haber la intención de causar perjuicios. Por otro lado, creo que debemos detener los discursos de odio. En tiempos de la Ilustración había una fe en que la verdad saldría a la luz, en la idea de que, si hay suficiente debate público, la posición correcta sería evidente; quizás no de inmediato, pero sí después de un tiempo. Sigo pensando que hay algo de eso: que es posible exponer la falsedad de la desinformación. Pero simplemente exponer eso en el debate público puede no ser suficiente, y eso es lo que me preocupa.
Junto a una información verdadera, puede haber seis o siete noticias falsas, y en muchos casos no es fácil distinguir qué es cierto...
Estoy de acuerdo. Ahora, en el otro lado del argumento, la gente tiene sus intereses. Cuando algo duele, la gente siente el dolor. Entonces, si un gobierno sostiene que todo es maravilloso y que la economía se está expandiendo, y la gente descubre que no puede llevar el pan a la mesa, sienten en sus entrañas la falsedad. Creo que la gente tiene en cuenta su propio interés y no es tan tonta como a algunos les parece. Sin embargo, muchos en EE.UU. votaron contra sus intereses cuando votaron por Trump. Y es interesante el atractivo que Trump ejerce en los sectores más pobres. Así que hay límites al argumento de que, finalmente, la verdad se sabrá.
La expresión fake news, ¿le parece a estas alturas un poco desgastada?
Términos como este se agotan: se usan tan a la ligera, que dejan de tener vigencia. Cuando Trump hace una declaración, una de cada dos palabras es una denuncia de fake news, y creo que el uso excesivo del término lo hace perder su fuerza. El problema es que gana fuerza si está confinado a un público que quiere creer lo que Trump está diciendo. La predisposición del público es crucial en la transmisión de ciertos tipos de información, y eso es un problema. La información no es evidente, y puede ser manipulada. Entonces, las fake news tal vez se están desgastando como término, pero el esfuerzo continuo por manipular las noticias sigue su curso.
Elon Musk ha defendido el “periodismo ciudadano” en Twitter frente a la “élite de los medios”, acusada en distintos países, incluido Chile, de servir ciertos intereses económicos y políticos. ¿Cuál es su posición?
Creo en la habilidad de los reporteros. Todos en mi familia fueron reporteros de diarios, y no es una tarea sencilla. Cuando cubres un acontecimiento, debes traducir en palabras lo que escuchaste, lo que oliste, y esas palabras deben organizarse coherentemente como una noticia. La gente necesita formarse para eso: es una verdadera habilidad, y hay personas mejores que otras para ello. No es una simple distorsión de las cosas, sino una función social que encaja en un sistema de poder en el que las palabras se procesan de una cierta manera. Y no desconozco que The New York Times, por decir algo, es parte de la élite del poder: hay una élite, hay poder, las palabras son una forma de poder y sería absurdo negarlo. Pero esas palabras se pueden usar de manera más efectiva y persuasiva de unas maneras que de otras.
Ahí es donde cobra fuerza eso de que la verdad saldrá a la luz. No es una verdad evidente, sino una verdad procesada por profesionales que dan su versión de los hechos, y el público es el llamado a discriminar y a clasificar los mensajes que considera significativos. Quizás esto suena muy sencillo, pero no lo es. Si se entiende el profesionalismo envuelto en reportear las noticias, procesarlas y transmitirlas al público, puede haber un respeto por esta versión de la realidad. Es solo una versión, pero mientras más profesional sea, más confiable resultará. Y la idea del “periodismo ciudadano”, en el que alguien describe sus sentimientos acerca de las cosas como si fueran noticias, es lo contrario de eso. Es algo en lo que no se puede confiar.
¿Cuáles son, a su juicio, los “pecados” del periodismo contemporáneo?
Uno de ellos es la complacencia. Es muy fácil quedarse en el escritorio y recibir un mensaje electrónico de un burócrata o un funcionario, y luego reescribirlo de manera que satisfaga al editor. Creo que el peligro está en no hacer bien el trabajo, y hacer bien el trabajo significa cuestionar la información oficial, ir a otras fuentes y encontrar discrepancias entre la versión oficial y la experiencia de las cosas que tiene la gente. Eso es crucial
¿Qué está en juego?
Lo que está en juego es la verdad. Desconfío mucho de Elon Musk y de sus instintos democráticos, pero no creo que se equivoque cuando afirma que los ciudadanos pueden dar testimonio de lo que pasa. Por ejemplo, en China las personas pueden intercambiar mensajes que muestran que ha habido manifestaciones en distintos lugares. Eso es muy importante. Y si hay un incidente en el que la policía estadounidense, de manera arbitraria, maltrata a los afroamericanos, es algo que puede registrarse. Eso se podría llamar periodismo ciudadano, y creo que es muy importante. Hay un lugar, entonces, para que los ciudadanos comunes se hagan oír, pero sería ingenuo pensar que las personas que ventilan sus prejuicios en las redes sociales expresan una especie de revelación. Eso es desinformación y es peligroso, así que tenemos un problema.
¿Qué queda de la opinión pública?
Conceptualizar la opinión pública es un gran problema porque a menudo tenemos públicos diferentes. No es como si hubiera un solo público que percibe los eventos. En EE.UU. hay estados “rojos” (republicanos) y “azules” (demócratas), pero dentro de los estados republicanos hay trumpistas duros que constituyen un público diferente de los demás, incluso dentro del redil republicano. Estoy describiendo una división política que, creo, coincide con el flujo de información. Por lo tanto, es extremadamente difícil determinar qué es la opinión pública. Pero si se toman tendencias más amplias, como el cambio climático, se percibe que el público reacciona progresivamente a los acontecimientos, por lo que se está desarrollando una convicción a gran escala de que el medio ambiente general está experimentando un cambio fundamental.
“El periodista está atrapado en la jaula del presentismo”, ha afirmado su colega François Hartog, para quien el historiador no debe correr detrás del periodista, quien a su vez no debe correr tras las redes sociales, pues esta es una “una carrera perdida”. ¿Cómo lo ve?
El presentismo distorsiona nuestra comprensión de las cosas. Me parece que, para entender las cosas, necesitamos tener perspectiva histórica: la historia importa directa e indirectamente. Y creo que François tiene razón al advertirnos contra una visión presentista. ¿Cómo se sale de la jaula? Bueno, investigando, procesando sistemáticamente la información. Como es sabido, el pecado original de los historiadores es el anacronismo: proyectar puntos de vista presentes sobre el pasado. Nadie está libre de los anacronismos, pero se puede estar relativamente libre de ellos a través de la investigación: vas a distintas fuentes, no te limitas a reescribir lo que aparece en los periódicos de una época, sino que los comparas con otros tipos de información.
Estoy de acuerdo con Hartog, me encantó su libro [Cronos] y creo que el presentismo es un peligro que hay que resistir, pero es un peligro que no se puede eliminar: estamos moldeados por nuestras propias actitudes, y en 50 años, cuando alguien vea lo que hemos dicho o escrito, podría advertir que estábamos muy sesgados y condicionados, incluso por elementos inconscientes que formaron nuestra visión del mundo.