Samanta Schweblin, escritora argentina: “La culpa me resulta un sentimiento tremendo y fascinante a la vez”

Ganadora del National Book Award y finalista del Man Booker, la escritora argentina es hoy la narradora de mayor reconocimiento internacional. Autora de una obra intensa y perturbadora, aquí habla de su nuevo libro, El buen mal, que explora en emociones sombrías y en situaciones donde irrumpen fuerzas incontrolables.
De pronto, el cansancio la venció. Samanta Schweblin había terminado de escribir una escena de su última novela, donde un personaje muere. Se sentía agotada y enojada. Cabeceó, adormilada. Abrió los ojos y por un instante le pareció ver que el personaje seguía con vida. Se alegró, pero la alegría fue fugaz: al despabilarse, se dio cuenta de que todo seguía igual. Entonces, a la mañana siguiente, comenzó a escribir otro relato: la historia una madre que se lanza a un lago, con un cinturón de piedras, pero escapa de la muerte.
“Salto al agua desde la punta del muelle y me hundo aprentándome la nariz (...). “Desciendo, aguanto sin respirar (...). Al fin, despacio, toco el suelo mohoso con los pies, como un astronauta aterrizando en la luna. Me suelto la nariz y bajo los brazos, el cuerpo se tensa. Una contracción llega desde los pulmones, es un espasmo, espero un poco. Tanteo las piedras atadas a mi cintura, el nudo siempre puede deshacerse”.
La protagonista desata el nudo, sobrevive a su intento de morir y debe aprender a vivir con ello. Casada y con dos hijas pequeñas, vive en una casa amplia y luminosa en un condominio acomodado. Pero ella siente que se hunde. “Tiene que aguantar”, le dice un vecino, extraño y de aspecto amenazante. “A partir de ahora tiene que aprender a sostenerse sola”.
Bienvenida a la comunidad es el primer cuento de El buen mal, el nuevo libro de Samanta Schweblin. Nacida en Buenos Aires en 1978 y radicada en Berlín, la escritora argentina es hoy la narradora latinoamericana de mayor reconocimiento internacional. Finalista del Man Booker por su novela Distancia de rescate (adaptada por Claudia Llosa para Netflix) y ganadora del National Book Award por los cuentos de Siete casas vacías, es autora de una obra de gran tensión e intensidad narrativa, elegantemente escrita, que explora con inteligencia en emociones a menudo ambiguas o sombrías, donde asoman el miedo, las pesadillas diurnas y las fuerzas incontrolables de la vida.
El buen mal es su regreso al cuento luego de publicar la novela Kentukis, escogida entre los 10 libros del año por The New York Times. El volumen lo integran seis relatos, donde asoman dolores, pérdidas, fuerzas inesperadas y violencia. El título, desde luego, suena a paradoja.
-En estas historias hay siempre un diálogo fuerte entre dos personajes. A veces este diálogo es literal. “Un animal fabuloso”, por ejemplo, sucede íntegramente en el contexto de una llamada telefónica de Francia a Argentina. Otros diálogos suceden a lo largo de una tarde, como en “El superior hace una visita”, o de casi toda una vida, como en “El ojo en la garganta”. Pero en todos los casos estas conversaciones son el corazón de los cuentos, y en todas se juega la misma pregunta: ¿Que hay de “el mal” que “el bien” necesita para volver a ponerse de pie?”.
Samanta Schweblin agrega:
-Y si “el mal” fuera apenas lo extraño, lo extranjero, lo que nos asusta o amenaza solo porque nos es desconocido, ¿están entonces tan disociados estos dos poderes vitales? ¿Y si hubiera acá algo importante que aprender como herramienta para pensarnos y entendernos? El título apareció naturalmente durante la escritura del primer cuento, fue de hecho durante un tiempo el título de esa historia, pero luego la idea sonaba tan fuerte en el resto del libro que decidí llamar al cuento de otra manera y usarlo como título general.
Lo extraño a veces resulta intimidante, pero en estas historias puede ser al revés..
Tenemos que dejar de leer lo extraño como algo ajeno o amenazante. Si algo nos resulta extraño podría ser que simplemente nos es desconocido. A veces eso extraño que al principio nos produce miedo o duda termina siendo lo que estábamos necesitando, la pieza que nos faltaba para volver a arrancar. ¿Cómo sabemos qué es lo que necesitamos? Yo creo que a veces estamos un poco perdidos con esto, aunque nos sintamos bien seguros con nuestras decisiones. Muchas veces lo que parece un peligro puede ser una oportunidad, y lo que parece un alivio puede esconder un problema mayor.
En el primer cuento, el vecino de aspecto inquietante, de algún modo, le señala una salida a la angustia de la protagonista: hay que pagar un precio por vivir…
Ese hombre que le resulta tan amenazante a la protagonista le ofrece una idea de la vida que literalmente podría salvarla, pero implicaría, como inversión, la entrega de cierto grado de dolor cada día de parte de sus hijas y de la gente que ella más quiere. Como una suerte de ofrenda diaria. Un poco de dolor a cambio de un poco más de vida. Hay mucha culpa en ella, y el vecino lo sabe. La culpa me resulta un sentimiento tremendo y fascinante a la vez, tan arraigado a lo religioso como a lo ateo, a la manera en la que somos criados, a nuestros propios miedos para con los demás, y que tantas veces termina convirtiéndonos en nuestros propios verdugos.

La culpa aparece también en El ojo en la garganta, donde un niño sufre un accidente, le practican una traqueotomía, pierde la voz y pierde también la conexión con su padre. ¿Qué le interesaba trabajar en este cuento?
El lenguaje, esta forma hablada o por escrito por la que insistimos intentar comunicarnos, siempre me parece una herramienta que falla, que deforma, que en su continua inexactitud lastima o empuja hacia un lugar que no es el que queríamos. Algo debe haber pasado en mi infancia con esto, porque tengo esta sensación incómoda con el lenguaje desde que tengo recuerdo. Necesitamos el lenguaje, somos lo que somos gracias a él, y a la vez vivimos inmersos en la fatalidad de su falla constante. O así lo siento yo. Creo que no hay ni un cuento mío en el que no haya alguna esquina tocando este problema. Y este cuento, junto con Kentukis, lo toca ya de una manera más directa. ¿Nos escuchamos realmente unos a otros? ¿Nos prestamos verdadera atención? ¿Cuánto duelen esas fallas del lenguaje? Y en dónde y cuánto nos hacen ser quienes somos.
En La mujer de la Atlántida, la protagonista vuelve a revivir episodios de su infancia gracias a un encuentro fortuito, que de cierto modo remueve una herida muy profunda. Como sugiere ella, ¿los dolores emocionales suelen volver como olas?
Quizá sean como ciclos. Pienso sobre todo en esas heridas mal curadas que todos tenemos. A veces vuelven y vuelven como olas, porque el agua no termina nunca de drenar. Pero en ese sentido hay algo bastante curativo en la lectura. Para mí la literatura es siempre un espacio de prueba, un escenario en el cual puedo testarme a mí misma, pensarme en esta u otra circunstancia, y probar a jugar cuánto podrían dolerme las cosas, cómo podría salir de mis miedos, dónde podría encontrar mis aliados y mis alicientes. Es algo que me pasa no solo cuando escribo, sino también como lectora.
En ese cuento las niñas se mueven libremente por la playa, se meten en jardines ajenos, salen de noche sin miedo. ¿Cómo recuerda su infancia?
Había mucha libertad, así lo recuerdo, y eran otros tiempos también. Hoy sería peligroso incluso en Atlántida, pero en ese entonces no era una completa locura. Y aún así, incluso en ese mundo más seguro del pasado, no es nada usual pensar en chicas de esa edad moviéndose solas en la noche. Y a mí me interesan mucho esas zonas de peligro que tienen que ver, por un lado, con esos espacios físicos y espaciales que son insólitos y a la vez posibles, como podría ser el mundo adulto durante la noche, de pronto a disponibilidad de dos nenas preadolescentes. Y por otro lado el nivel de miedos y amenazas que nos despierta como lectores la combinación de estas dos cosas.
Hay algo perturbador y pesadillesco en sus historias. ¿Le hacen sentido las comparaciones con David Lynch?
Es una asociación que me acompaña desde las críticas y los comentarios de mis primeros libros, y un orgullo, por supuesto, ojalá pudiera uno elegir sus propias influencias. Me gusta esa sensación lyncheana no solo por los toques oníricos, o por su oscuridad, sino también porque en Lynch lo extraño y pesadillesco también pueden ser algo real y abierto. Hasta diría, a veces, luminoso.
Blancos y negros
Lo inesperado asalta al lector y a la protagonista de El Superior hace una visita, un relato donde la protagonista encuentra a una anciana perdida en la calle y la lleva a su casa. De pronto, el cuento gira, de un modo violento, con la llegada del hijo de la anciana, Joel. Este relato tiene un componente autobiográfico, cuenta la escritora:
-En ese entonces yo dictaba un seminario de escritura creativa en la Universidad de Barcelona, así que por un par de meses estaba atrapada en esa ciudad en invierno, y para mover un poco el cuerpo me anoté en el gimnasio más cercano que encontré. No fue hasta hacer la primera sesión que entendí que esta era gente ligada a las artes marciales y al entrenamiento militar, en fin, mucho más de lo que yo tenía planeado. Ante mi descoordinación absoluta y solo contando la primera clase, el profesor me maltrató unas cuantas veces. Tenía una forma aparente amable de hablarte, pero en el fondo lo que te estaba diciendo era muy violento. Las comparaciones que hacía para explicarte los ejercicios, la mirada que tenía sobre las mujeres, todo me resultaba entre apabullante y, a la vez, sumamente interesante para el personaje que yo estaba intentando construir. Probablemente muy arrepentido de no haberme juzgado mejor de antemano y haberme permitido entrar a sus clases, un día me dijo: “¿Quiere mejorar, Schweblin? Juntos podemos mejorar”. Se lo veía convencido, había tomado una decisión para mí, y no parecía que yo ya pudiera hacer mucho al respecto. Tenía el pelo y el cuerpo de Joel, hablaba como él, probablemente pensaba como él. Y aunque casi muero de taquicardia varias veces en ese gimnasio, seguí yendo dos veces a la semana por casi tres meses, hasta que terminé de escribir esta historia.
El amor y el dolor, la belleza y la muerte se entrelazan en los cuentos, donde nada es blanco y negro ni evidente. ¿Qué le interesa de ello?
Me pregunto qué tan disociadas están estas dos caras de la misma moneda, y cuánto necesita la una de la otra para subsistir. Vivimos inmersos en esta suerte de duermevela en la que a veces sobrevolamos los días, incluso los peores días, porque no vivimos en un mundo fácil, pero por eso mismo estamos desarrollando esta dependencia por lo fácil, lo rápido, lo cortoplacista, y quizá lo más peligroso, todas estas ideas tan binarias sobre las cosas. Ya no hay grises, todo es blanco o negro, y en ninguno de estos extremos vamos a lograr descansar nuestras angustias. ¿Qué nos despabila entonces? ¿Qué fuerzas nos obligan a prestar otra vez verdadera atención, a parar y pensar en profundidad? Estas historias apuntan directamente al corazón de esa pregunta.
En septiembre publicó un ensayo en The New York Times, Recorre Buenos Aires a través de la lectura. En él habló de Mariana Enríquez, Gabriela Cabezón y Selva Almada. ¿Qué conexión siente con ellas?
Hablé de ellas porque estaba restringida a hablar de autoras argentinas de esa generación que, además, estuvieran traducidas al inglés, y las tres, además de talentosísimas, empiezan a ganar en el mundo anglosajón más visibilidad. Pero la lista de autores argentinos de mi generación escribiendo maravillas es mucho más larga. Pienso en Vera Giaconni, Leila Guerriero, Federico Falco, Diego Muzzio, Mariana Dimópulos, Michel Nieva, Virginia Higa, en fin, la lista sigue… Me gusta esta sensación de que somos una generación que se lee en vivo, y mucho, y no solo con los argentinos, el resto de Latinoamérica tiene autores muy interesantes también. Es una generación conectada entre sí, hay un dialogo que pasa no solo entre nosotros, sino también entre los libros. Muchos de ellos viven, además, en otros países, y esto me hace sentir menos sola desde este otro lugar del mundo desde el que escribo, Berlín. Pasa mucho en Argentina y en Latinoamérica, pero también pasa mucho por fuera de los sitios donde nos criamos, nos formamos y empezamos a escribir.
Hace unos años definió la escritura como una forma de exorcismo. ¿Cómo la ve ahora?
Sigue teniendo mucho de eso. Así que, o el exorcismo no termina de funcionar del todo, o cada vez que me libero de un demonio me cae otro. Pero yo voy muy contenta con este proceso de depuración, escribir me hace bien, es una manera de pensarme, de ordenar mis opiniones, lo que creo sobre las cosas que me pasan, lo que decido contarme a mí misma y a veces comunicar a los demás. Es un ejercicio sin el cual hoy no solo me sentiría mucho más torpe, sino bastante más sola y desamparada.
¿Cómo funciona la inspiración para usted?
Para mí es casi un estado de gracia. Dicho así parece que fuera algo religioso, y que desde ahí la inspiración fuera algo fácilmente accesible. Nada más alejado de la realidad. Estar inspirado lo toca todo, cuando estoy en ese estado soy más amable, más sincera, más abierta, y desde ese estado es mucho más fácil encontrar lo que verdaderamente siento y pienso sobre las cosas, sin que me dominen tanto otros humores. Y, por tanto, la escritura se vuelve más fácil. Todos conocemos este estado, no hace falta dedicarse a la escritura para circular por la vida en estado de inspiración. Tiene un poco que ver con la felicidad, aunque no siempre la necesita. Y muchas de las cosas que atentan contra este estado se han convertido en lo más cotidiano de nuestras vidas, como las redes sociales, la angustia de la desinformación, la desconexión con lo comunitario, la falta de atención hacia esas otras personas que quizá no sean nuestro núcleo más cercano, pero son con quienes nos toca trabajar o convivir. Estamos bailando cada vez más solos, y sin embargo, para mí hay algo de ese estado de inspiración que depende mucho de las relaciones que logro con mi entorno. Y la conexión con el lector es parte de esa búsqueda, por supuesto. Escribo en gran medida para lograr tocarlo.

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