Sol Serrano: “Si vamos a juzgar todo el pasado con los criterios morales del presente, habrá que borrar la historia completa”
Mientras el homicidio de George Floyd desató una ola revisionista que tiene en vilo a las estatuas de Occidente, en el país la pandemia y la crisis social han planteado serias preguntas sobre la idea de Chile como comunidad. Temas que la historiadora y Premio Nacional intenta poner en perspectiva a partir de un pasado errático, que nunca afianzó la cohesión social, y de cara a un futuro revuelto, con la cultura democrática en retroceso.
-Se supone que los chilenos nos unimos ante la adversidad, pero la palabra Chile no ha sido en esta crisis ningún motivo de tregua. ¿Será porque nos pilló peleados o porque lo nacional dejó de funcionar como comunidad imaginada?
-Bueno, se juntaron las dos cosas. La nación ha dejado de ser un elemento cohesionador en muchos países, porque las sociedades son cada vez más un conjunto de individuos con sus propias demandas, ya sabemos eso. Pero nuestros actuales conflictos son sociales, y las debilidades de la sociedad chilena para generar cohesión siempre han estado en la estructura social. La unidad nacional y territorial fue precisamente lo que el Estado del XIX resolvió con éxito, y con terribles costos para los pueblos indígenas del sur. Pero en lo social siempre hemos fallado. Quizás por eso el concepto de nación, de manera un poco simplista, se asocia a un nacionalismo autoritario o al interés de esconder los conflictos a través de una unidad mentirosa.
-Al menos puede decirse que fue una construcción de las élites, ¿no?
-Si nos vamos al origen, desde luego, porque a nadie más le interesaba construir una nación. Casi toda la población era rural y vivía en haciendas, ni siquiera en villas o pueblos, entonces el sentimiento de pertenencia era muy local. Y como el Estado colonial sólo se aparecía para cobrar tributos y ejercer funciones de justicia y defensa, su presencia no era muy amable. Muy avanzado el siglo XIX, la gente todavía arrancaba de las vacunas y de los censos porque temía que fueran mecanismos para enrolarla en el ejército. Por eso los historiadores suelen decir que la idea o el sentimiento de “ser chileno” fue una imposición estatal desde arriba. Pero no es tan simple. Decir que sólo se hizo por coacción es suponer que había unas élites pensantes y el resto eran todos unos borregos. Además, muchos Estados no han logrado crear ese sentido de pertenencia. Lo que ocurrió, más bien, es que lo local se fue entrelazando con lo nacional a través de peticiones –ya no sólo imposiciones− que comprendían una escuela, un templo, un camino, y ni qué decir después el ferrocarril y sus ramales. Esos no eran bienes sólo funcionales, sino también simbólicos.
-Y el Estado social del siglo XX funcionó muy bien con esos simbolismos, pese a lo pobre que era el país. ¿Por qué crees que ahora pasa todo lo contrario?
-No hay que hacer una mitología del Estado de bienestar anterior a la dictadura. Era muy corporativo y muy injusto. Los trabajadores de clase media tenían unas jubilaciones salvajes y los campesinos nada. Y el país, como dices, era muy pobre. Pero con todo, ese Estado ayudó a democratizar una sociedad muy jerárquica y se fueron construyendo lazos societarios de carácter nacional, donde los partidos políticos, la educación pública y las organizaciones sociales fueron fundamentales. Todos esos lazos, por débiles que hayan sido, la dictadura los fue cortando con tijera. Primero en lo político, de manera brutal, y luego en la sociedad misma. Se apostó a que el libre mercado iba a generar una nueva estructura social con los sectores emergentes, y de hecho así fue. ¿Pero qué lazos societarios iba a construir esa estructura, qué cohesión cultural? Daba lo mismo, lo importante era limitar al Estado. Y el régimen creyó, como los más viejos nacionalismos del XIX, que la unidad nacional podía construirse con el juramento a la bandera, la nueva estrofa de la canción nacional y la intervención totalitaria y vulgar de los currículums de historia. Esa unidad no sólo fue de cartón, sino que a la larga sería el cuervo que le comería –y nos comería− los ojos. Recuerdo que en el famoso acto en el Caupolicán contra el plebiscito del 80, cuando se nombró a O’Higgins hubo una pifia generalizada.
-Pero eran dos patriotismos en pugna, no la decepción por el país que hay ahora.
-Absolutamente. Porque la oposición y el exilio desarrollaron su propio amor por los símbolos patrios: la bandera, la canción nacional −”el asilo contra la opresión” se cantaba con furor−, el 18 y las empanadas. Pero al volver la democracia, nos encontramos con que la relación entre Estado e individuo había cambiado enteramente. El mundo había cambiado, también. Y ese sentimiento de “la patria” fue quedando a la deriva. “Ay patria, cuándo bailarás conmigo”, decía el verso de Neruda. O la primera frase de la Mistral al recibir el Nobel: “Soy hija de la democracia chilena”. O esa gran afirmación de Enrique Molina, cuando decía que el Estado se construye, pero sólo a la patria se la ama. O los versos de Zurita sobre la patria herida. Todo eso fue desapareciendo. El concepto de república ha recobrado una cierta majestad, porque evoca lo público como virtud y la sujeción de la autoridad a la ley. Pero es un término más altruista que movilizador.
-¿Como la retórica de la Concertación?
-La Concertación fortaleció tremendamente las políticas sociales, que estaban casi en el suelo, pero tuvo poca sensibilidad hacia el mundo de las ideas y hacia la construcción de una cohesión cultural. Y para ser justos, tampoco estaba muy claro cómo podía construirla. La sociedad había cambiado demasiado, la cultura estaba a años luz de la capacidad estatal. Y el mundo empresarial, que ganó mucho protagonismo, estuvo lejos de comprender a tiempo el valor de la cohesión social y cultural. Yo espero que este sea el momento de repensarla seriamente.
-Según la crítica de la izquierda a los consensos de la transición, la política dejó de ser fuente de cohesión porque dejó de dar espacio a los conflictos.
-Yo creo que tenía conciencia de los conflictos, pero poca capacidad de resolverlos. Tampoco fuimos tan originales: la decadencia de la política ha sido general en el mundo, porque no parece capaz de solucionar problemas por sí misma, dada la preeminencia de la economía en la vida de las personas y la individuación de los proyectos de vida.
Pero yo creo que vamos hacia otra etapa, donde el éxito de una sociedad ya no se puede medir sólo por la magnitud de sus excedentes. La idea “a más, mejor” no cuadró, no cumplió su promesa. Y si queremos conservar la paz social, la democracia tendrá que ser capaz de ir modificando esta suerte de capitalismo más salvaje.
-¿Aspiras a que pueda reeditarse la alianza entre socialdemocracia y liberalismo que se dio en el siglo XX?
-Soy mala pitonisa, pero sí. Creo que desde el liberalismo clásico a la izquierda democrática –porque ahora no les gusta que les llamen socialdemócratas− se tendrá que ir construyendo una gran alianza para darle dirección a los cambios. Pero no pensemos tanto en repetir lo del siglo XX, porque muchas ideas que eran esenciales para esa modernidad ya no tienen pasaje de vuelta.
-¿Como cuáles?
-La concepción del tiempo como una historia lineal de progreso, por ejemplo. Una vez más, la ciencia y la tecnología están transformando la época y obligando a la humanidad a discernir el signo de los tiempos para construir sentido. De hecho, la lógica científica es la única que puede llamarse progresista, porque vive de su error. Yo no le tengo susto a la inteligencia artificial ni a ninguna de esas cosas, porque cada vez que apareció un gran descubrimiento científico el mundo se aterró o se creó falsas esperanzas. Todos partimos creyendo que internet era lo más democratizador que había sucedido en la historia, y cierta medida lo fue, pero ahora estamos inundados de control y de ira. Es la ciencia la que mejora con el tiempo, nosotros tenemos que encontrarle otro sentido.
-Desde la muerte de Dios, al menos en Occidente, no conocemos otro que el progreso hacia adelante.
-Dios no ha muerto, tiene muchos nombres. Para mí, donde hay búsqueda de sentido, está Dios. Todo lo que tenga que ver con nuestro propio descubrimiento de lo bello y de lo bueno, tiene que ver con Dios. Y esa búsqueda está volviendo, con la pandemia se acentuó: nos estamos preguntando qué es el bienestar –el espiritual, el físico, la relación con la naturaleza, etc.− y si esta enorme cantidad de estímulos y necesidades le da sentido a nuestra vida. Obviamente no estoy hablando de los más pobres, pero esto va mucho más allá de los ricos. Los jóvenes no están por darle al trabajo el tiempo que le daba mi generación, los hombres tampoco quieren estas jornadas completas horrorosas, porque también quieren ser padres. Son cambios que pueden llegar a ser profundos.
-Tampoco es que los jóvenes sean menos consumistas que sus padres.
-Son consumistas, sí, pero no sé si les importa tanto tener tanta plata o una casa grande con dos autos. Creo que menos. Y si hablamos de interpretar los cambios sociales, me gustaría agregar algo: otro gran hilo de este tejido, por el que nunca preguntan las encuestas, es lo que cada uno, sencillamente, quiere preservar. Por básico que sea. Por lo pronto, la propia vida. Pero todos queremos preservar algo más, y esa pregunta es tan importante que yo la haría en su forma más elemental: dime las cinco cosas de tu vida que quieres preservar. ¡Ese diagnóstico nos hablaría tanto de la sociedad que tenemos! Y, sin duda, contribuiría a que el diseño de las políticas sociales considere su profunda incidencia en la cultura.
Inundados de certezas
-¿Crees que del proceso constituyente vaya a emerger una sociedad menos fragmentada?
-Es un ejercicio fundamental para recuperar la palabra razonada. Los perfiles de los constituyentes van a ser muy diversos y cada uno tendrá que fundamentar sus dichos. Y quizás no se llegue a crear un gran relato comunitario, pero al menos ya nadie podrá sostener que la Constitución es ilegítima. Ya no existirá esa disculpa y es indispensable que no exista, porque no hay democracia que resista si cada quien pretende establecer sus propias fronteras entre lo legítimo y lo ilegítimo. ¿Por qué es tan fácil caer en el autoritarismo? Porque siempre nos parece justo cuando viene de nuestro lado. “La violencia precede al derecho”, decía Freud. Y hablé de “disculpa” porque me parece que no es sólo la Constitución, sino el sistema democrático mismo, como fuente de legitimidad de la autoridad política, lo que ha perdido su sentido en muchos espacios.
Ojalá me equivoque, pero veo que en la política chilena no hay una convicción democrática demasiado profunda. Se privilegia radicalmente el conflicto, como si dialogar para encontrar puntos de acuerdo fuera poco menos que rebajarse, o caer en algún tipo de traición.
-Muchos creen que los llamados al diálogo sirvieron demasiadas veces para eludir el conflicto en vez de encauzarlo.
-Yo no hablo de tapar los conflictos, por supuesto. Cuando digo que no veo convicción democrática, es porque los sectores que sólo incitan los conflictos no les otorgan a los otros la legitimidad que se otorgan a sí mismos.
-Quizás te contestarían que no cuestionan la legitimidad de los otros, sino la de una política que se dejó estar ante las nuevas urgencias sociales.
-Y yo les contestaría que veo más énfasis en cuestionar la legitimidad del sistema completo que en proponer un proyecto social alternativo. Proyecto que tampoco se ve muy claro, porque todo lo que se propone apunta a la idea de que el Estado es el que construye “lo público”. Lo cual, de partida, se contradice con que ellos mismos creen más en los movimientos sociales, o incluso en la democracia directa, que en la institucionalidad estatal. Es bien curioso: se ensalza la radicalidad de la soberanía del individuo sobre sí mismo, pero al Estado se le reclama que construya “lo público”, y al mismo tiempo se denuesta a la política… ¡Es muy inorgánico! Al final, el Estado se convierte en una abstracción que nos tiene que responder por todo. ¡Si el Estado somos nosotros, vive de los contribuyentes!
-No te gusta la reivindicación “lo público”.
-No de esa manera. De hecho, me carga decir “sector privado” y “sector público”, lo encuentro muy economicista. Creo mucho en el rol del Estado, pero también en las riquezas de todo tipo –económicas, culturales, comunitarias− que produce la sociedad por sí sola, y que el Estado puede estimular, por qué no. La verdad, creo que la discusión de lo público versus lo privado nos tiene entrampados frente a muchos de los desafíos que tenemos por delante. Y espero que la pandemia nos obligue a salir un poco de ese debate, que al final siempre se estanca entre el miedo al estatismo radical y la consigna de desmontar el “modelo neoliberal”, que es otra manera de resolver todo con una sola palabra. Estamos inundados de certezas no van a servir de nada ante la pobreza y el desempleo que va a sufrir la sociedad, y quizás eso nos mueva para entrar en otra fase. ¡El miedo tiene que movernos!
-Aunque toda la épica del estallido social se basó en haber perdido el miedo.
-Bueno, eso es comprensible, porque la generación que protagonizó el estallido no tiene ningún miedo. Esta ha sido, pero lejos, la etapa más libre de toda la historia de Chile. Y a pesar de todas las desigualdades y contradicciones, sin duda la menos pobre. Pero yo creo que un poco de miedo hay que tener en la vida, como también creo que hay que tener un poco de culpa. El miedo nos hace inciertos, y necesitamos incertidumbre para volver a dialogar, a escuchar, a estar dispuestos a cambiar. El reciente acuerdo económico social creo que dio un tono. Va a ser la única manera, porque vamos a atravesar un período de incertidumbres muy fuertes, no sólo en Chile. Y la globalización nos está enfrentando a una realidad que a veces se nos olvida: la tradición democrática es muy débil en el mundo. Occidente, que construyó la globalización desde el siglo XVI, logró expandir con mucho éxito el capitalismo, la ciencia y la tecnología, pero no así la democracia ni la religión. No digo que el mundo deba ser occidental, ¡Dios me ampare! Digo que en países que no tuvieron una tradición primero cristiana y luego ilustrada, la democracia ha encontrado poco arraigo en la cultura, en cambio el capitalismo puede funcionar muy bien. Incluso en Occidente, la universalidad de los derechos humanos y la igualdad ante la ley están volviendo a ser valores relativos.
-¿También en Chile?
-Creo que sí. Con lo tremenda que fue la dictadura, yo me habría esperado una cultura democrática más fuerte en las generaciones que vinieron. A veces veo que los estudiantes no saben cuán autoritarios pueden llegar a ser. Tienen una cabeza muy formada en que tu propia moralidad es lo que determina la legitimidad de un ejercicio de autoridad, y eso es lo más antidemocrático que hay. Cuando te piden que eches a un alumno que fue acusado de abuso antes siquiera de que empiece la investigación, yo digo “oye, ¿quién soy yo para negarle a una persona el derecho a un debido proceso y a la libertad de cátedra?”. Y esa no es una posición moral, es política: no me reconozco autoridad para desconocerle esos derechos a una persona. La judicialización de la política me parece otro síntoma de esa falta de convicción democrática.
-¿Por qué?
-Porque a los jueces nadie los eligió para que decidan las políticas sociales, esas discusiones hay que zanjarlas en las instituciones donde se expresa la soberanía popular. Es como la idea de incluir todo en la Constitución: nuevamente, el objetivo es limitar el rol de la política, quitarle atribuciones a lo que puedan resolver las mayorías en el juego democrático. Y no me puedo privar de decirlo: también creo que faltó una mayor valoración de la cultura democrática de parte de los intelectuales.
-¿De alguna corriente en especial?
-Principalmente del posmodernismo y sus corrientes asociadas, que son muy poderosas en las universidades e instalaron con mucho éxito esta identificación de todo lenguaje como forma de opresión. Con lo cual la investigación empírica quedó muy postergada, porque si el conocimiento es un discurso de poder, lo que importa es deconstruirlo con otros discursos, que vendrían a ser los de denuncia y liberación. ¿Y dónde queda el lenguaje como capacidad de diálogo? Si la palabra es sólo una forma de poder, ¿qué le queda a la democracia, que no vive sino de sus palabras? Cuando historiadores serios plantean que la democracia actual es una continuación de la dictadura, cuando eso campea en las universidades y al final se enaltece la democracia directa porque todo el sistema es una estructura opresora… Ahí creo que la Concertación, como mundo ideológico, perdió la batalla de las ideas. No sé si la quiso dar, tampoco. Me incluyo, ¿ah?
-También fue muy influyente, ya en tu propio campo, el auge de una historiografía de la desmitificación, que no deja héroes en pie. ¿Era un giro necesario o tienes algo que objetarle?
-Abandonar la hagiografía me parece bien, hoy investigamos para conocer todos los lados de un personaje, oscuros o no. Y en paralelo, volvió a ser muy popular el género de la divulgación histórica, en parte por la especialización de los académicos. Lo que yo lamento es que esa divulgación no juegue con los matices −como toda buena escritura− y sobre todo que no se fascine ni se sorprenda con esos otros tiempos. Más que interpretar una época, un hecho, un personaje, a muchos les interesa sentarlo en un una silla eléctrica para hacerle un juicio completamente ahistórico. Y donde el verdadero personaje, por lo demás, no es el enjuiciado, sino el juez.
La plaza italia
-¿Y qué hacemos con las estatuas? El homicidio de George Floyd desató la ola revisionista, pero el fenómeno venía de antes, también acá.
-Cada época y cultura ha levantado su propio panteón y destrozado parte importante del panteón anterior. Lo hizo el cristianismo con el Imperio romano, ¿no? Y la conquista de América, efectivamente, fue terrible, tanto que suscitó grandes debates teológicos que se consideran la primera reflexión sobre los derechos humanos. Yo no le temo a esta discusión, soy partidaria de abrirla, ningún grupo es dueño del espacio público. Pero ojo: si vamos a juzgar todo el pasado con los criterios morales del presente, el único camino va a ser borrar la historia completa. Para mí, se trata de abrir el panteón y renovarlo, no de botar a todo aquel que nos merezca algún reproche. Que la historia conviva. El pasado no es a foreign country, un país lejano, es nuestro. ¿Por qué no botar la escultura de Marco Aurelio en el Campidoglio? ¿O la catedral del Zócalo? Porque las consideramos un patrimonio, aunque no compartamos su contenido. Ahora, cuando la historia es reciente y el dolor está vivo, obviamente los líderes de un régimen criminal no pueden estar en el espacio público como héroes. Pero al mismo tiempo encarnan su época y es muy relevante que las siguientes generaciones los vean.
-¿Entonces?
-Me parece que la solución de Lituania es muy interesante: hizo un museo abierto en las afueras de la ciudad con todas las estatuas del período soviético. Y la semana pasada, en Inglaterra, decidieron que en vez de reinstalar la estatua de Edward Colston, que fue derribada, la van a llevar a un museo, porque efectivamente era un símbolo de injusticia. Pero eso es muy distinto a atacar la estatua de Churchill. Eso ya es pura iconoclastia.
-Para los activistas en cuestión, que Churchill haya frenado a los nazis no hace menos condenables las opiniones racistas que se le atribuyen. ¿Qué se les responde?
-Que aprendan a convivir con esas contradicciones. Jefferson y Washington tenían esclavos, dicen que Marx maltrataba a la mujer, que el Che Guevara era homofóbico… Por eso no creo en ser críticos del pasado de manera iconoclasta. Esta idea de que tratar de comprender es sinónimo de justificar, aparte de ser un tremendo mal de época, no te permite pensar históricamente. De hecho, es reincidir en el absurdo de los viejos Estados nacionales, que quisieron hacer panteones inmaculados. Después de la Guerra del Pacífico, el panteón chileno fue principalmente militar. Más algunos políticos e historiadores que están medio escondidos −salvo Andrés Bello− en esa insoportable avenida que es la Alameda.
-¿Qué problema tienes con la Alameda?
-La odio.
-¿Por qué?
-Por fea, por ruidosa, porque no tuvo ningún encanto en la forma de mantener sus fachadas. No, me carga. A la Biblioteca Nacional entro por Miraflores.
-¿Te gustaría que se rebautice la Plaza Italia como Plaza de la Dignidad?
-No. Porque es claramente el hito icónico de un grupo, no de toda la ciudad. Y el hecho de que hayan usado la violencia –me refiero al grupo que estuvo en la plaza de manera más permanente− creo que marca una frontera. Me van a decir “ah, ¿y la violencia de Carabineros?”. Si otra vez nos ponemos a justificar una violencia por otra…
-Plazas muy republicanas le deben su nombre a la Revolución francesa.
-Sí, pero eso pasó en el siglo XVIII. En nuestro tiempo consideramos que la violencia, al menos en un sistema democrático, no es el camino para imponerle a todo el resto el nombre de la plaza más icónica.
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