“¿Tienen alguna cama desocupada?”, pregunta el doctor Sebastián Ugarte.

“Ninguna”, contesta categóricamente una enfermera sentada detrás del mesón de la sala de Intermedio Médico, ahora reconvertida en Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Indisa. “O sea, hay una, pero le están haciendo el aseo y luego sube otro paciente de la urgencia a ocuparla”.

La habitación está con la puerta abierta. Se alcanzan a ver una cama deshecha y los restos de comida dejados por un paciente que acaba de ser trasladado a la Unidad de Cuidados Intermedios, en el mismo piso.

Incluso sin ningún enfermo, el cubículo luce amenazante desde el exterior, como si el virus siguiera acechando ahí, suspendido en el aire. La atmósfera pesada del pabellón, que huele a desinfectante y encierro, tampoco ayuda a aliviar la ansiedad de un posible contagio. Dentro de la unidad se comparte el mismo ambiente con los enfermos más graves de Covid-19, pero el miedo no toca a todos por igual o, al menos, el personal de salud no se permite demostrarlo. Con trajes celestes desechables, guantes, escudo facial y -en algunos casos- doble mascarilla, entran a la pieza a retirar sábanas, abrir ventanas y preparar el lugar para el próximo paciente, que por estos días nunca tarda demasiado en llegar.

Esta es la única cama vacía que el médico Sebastián Ugarte, jefe del Servicio del Paciente Crítico de la Clínica Indisa, ha encontrado durante su ronda por ocho de las 16 unidades de pacientes críticos del establecimiento. En esta sala del quinto piso solo hay pacientes de Covid-19. Cada uno ocupa un rectángulo en una pantalla que muestra las 16 piezas a través de las cámaras del techo. En una esquina del monitor se ve otra cama vacía, pero el encuadre de la imagen no alcanza a captar al paciente sentado en una silla, conectado a varios tubos mientras asean su habitación. Como él, hay otros enfermos más activos, que ya están comiendo o viendo TV.

Sin embargo, esos casos son los menos; la gran mayoría está sedada junto a un ventilador mecánico, moviéndose levemente, como si estuvieran teniendo un mal sueño.

“Estamos gestionando las camas contra el reloj, tenemos solo camas calientes, en cuanto se vacía una, se hace el aseo y se vuelve a llenar”, explica Ugarte.

Desde que comenzó la pandemia, la Clínica Indisa se ha ido adaptando de a poco para atender casi en su totalidad a pacientes Covid-19. Si bien en un principio el plan era habilitar 160 camas, entre unidades críticas e intermedias, la masiva llegada de pacientes ha obligado a que solo cuatro unidades permanezcan abiertas para otro tipo de atenciones, como quemaduras, pediatría y maternidad.

A las 32 camas UCI que la clínica tenía antes del coronavirus, se añadieron 64. Esto no solo convierte a la Indisa en la UCI más grande de todo el sector privado, sino que en una de las más grandes del país, detrás de la ex Posta Central y los hospitales Sótero del Río, Barros Luco y San Juan de Dios. Aun así, el médico jefe del Centro del Paciente Crítico admite que están al límite. Con una urgencia colapsada, que ha llegado a tener a 22 pacientes hospitalizados esperando un trasladado a los pisos de arriba, la distribución de camas se ha vuelto un rompecabezas difícil de resolver.

Según registros de la Unidad de Gestión Centralizada de Camas (UGCC), hasta la tarde de este jueves había 96 camas UCI ocupadas y cero disponibles. Ese día, el número total de enfermos hospitalizados por Covid-19 llegó a 250 y solo quedaba un ventilador disponible. Cuatro personas murieron.

No bajar los brazos

Cuando Sebastián Ugarte recorre los siete pisos que abarcan las 16 unidades críticas, lo hace sereno. Sabe muy bien que si el equipo entra en colapso, las consecuencias pueden ser devastadoras. Una prueba de ello es la actitud que toma cada vez que ingresa a las salas para informarse del estado de los pacientes: antes de abordar lo estrictamente médico, siempre pregunta por el personal.

La primera UCI a la que ingresa solía atender a pacientes cardioquirúrgicos. Ahora hay ocho enfermos de Covid-19 en piezas con presión negativa, para evitar que el aire se filtre a la sala de monitoreo, donde se ubican los equipos que entran cada una hora para atender sus necesidades. Todos permanecen conectados a ventilación mecánica y a un sinfín de tubos que, de una forma u otra, los mantienen con vida. Hay pacientes de todas las edades, desde los 40 a los 80 años. Paradójicamente, el que parece estar más despierto es uno de los pacientes más viejos. Tiene una mirada cansada, pero atenta a todo lo que ocurre afuera. Su actitud no parece ser la de un hombre asustado, sino la de quien espera recuperar su libertad.

Al otro lado del vidrio hay más de 10 funcionarios que se encargan de los pacientes de esta área. Tres permanecen en el mesón manejando la parte administrativa, pero preocupados de atender cualquier necesidad de los pacientes. El resto se mueve de un lugar a otro, entran y salen a los pasillos a buscar implementos para luego regresar a las habitaciones. De alguna forma, ese movimiento recuerda a la cocina de un restorán lleno. Todos están contra el tiempo; no corren, pero andan a paso acelerado. Esa urgencia permanente puede ser peligrosa. Entre reunir los insumos, ponerse y sacarse los elementos de protección, el proceso se vuelve engorroso y cualquier movimiento equivocado puede llevar al contagio.

El personal debe compensar los cuidados urgentes con su protección personal.

“Acá la estadía varía según el paciente. Hay algunos que pueden ser muy largos, entre 20 y 40 días, y los más cortos, cuatro. Esto va cambiando. Por ahora, esta es la realidad”, dice Sebastián Ugarte, algo afectado.

El escenario más desgastante para los trabajadores de la unidad se presenta cuando un paciente que parecía estar evolucionando bien, de pronto recae. “Uno ve que ya se están recuperando, que van a salir adelante, y de pronto hacen una hemorragia cerebral, una trombosis cerebral, u otra cosa y pierdes todo el esfuerzo que hiciste, se muere y uno queda con una frustración inmensa”, agrega Ugarte.

Durante las últimas semanas, para los equipos médicos se ha vuelto difícil encontrar un momento de pausa. Ugarte cuenta que hay un promedio de cuatro fallecidos por día, pero que no hay tiempo para lamentarse, pues al mismo tiempo hay otros pacientes cuyas muertes se pueden evitar. “La vida es más dura de lo que uno piensa y no siempre la enfermedad le da tregua”, dice Ugarte.

En otras salas, sin embargo, aparecen ciertas señales de esperanza. En una de ellas hay una paciente mayor que llama la atención. Está recién extubada y se ve lúcida. Mientras ve televisión, mira al doctor Ugarte que está al otro lado de la puerta y lo saluda.

“¡Vamos, vamos!”, le dice Ugarte levantando los brazos al otro lado del vidrio. Cuando observa que hay enfermos que de a poco se van recuperando, siente “una inyección de entusiasmo”. Solo el hecho de verlos más activos -dice- ayuda a que el equipo mantenga la fuerza, ya que en otras situaciones, cuando pasan las semanas sin que un paciente se recupere, el agotamiento emocional es inevitable.

Corriendo en una rueda

Cada sala UCI es un mundo distinto. Hay salas en que prácticamente no hay pacientes despiertos. Algunos respiran completamente a través del ventilador, otros a ratos lo hacen por sí solos. Esto se puede observar cuando en la máquina aparece un trazado rojo en zigzag, un indicador de que el paciente está logrando prescindir del apoyo de la máquina. Pero esas señales no son constantes, aparecen y desaparecen.

“Esas marcas rojas son esperanzadoras, Mientras más solo respira el paciente, menos secuelas tiene, porque se van conservando los músculos respiratorios que uno ni siquiera se da cuenta que los tiene cuando respira habitualmente”, comenta el jefe del Servicio del Paciente Crítico.

Los ventiladores no son los únicos aparatos. En cada una de las salas UCI que el doctor recorre, hay al menos dos pacientes que están conectados a una máquina de diálisis. Esto, porque entre un 14% y un 30% de los pacientes genera trombosis, la formación de coágulos en los vasos sanguíneos. Aunque no tengan historial de haber tenido estas reacciones antes, muchos de ellos se agravan aun más al tener esta inflamación, por lo que los tratamientos se hacen más intensos, lo que se traduce en que su recuperación sea más lenta.

Quizás los espacios más impactantes de visitar son aquellos que jamás fueron pensados para pacientes críticos. En Pediatría, hay un evidente contraste entre las murallas adornadas con animales y la gran cantidad de pacientes de mediana edad que apenas respira. Sala tras sala, a medida que uno avanza junto a esa pradera interminable pintada en la pared, van apareciendo nuevos enfermos.

El mural se extiende hasta la UCI Pediátrica. Antes de entrar ahí, Ugarte pasa por otra sala de cuidados intermedios, también para niños. Las piezas están abiertas y se escucha la tos de algunos enfermos que los levantan para atender sus necesidades. Los pasillos están copados de bolsas de plástico, carros con desinfectantes y basureros amarillos, donde se desecha cada implemento que se utilizó en alguna de las habitaciones.

Al llegar a las camas críticas, se repiten las habitaciones con presión negativa. Todas están ocupadas y tienen a más funcionarios asistiendo a cada uno de los enfermos. A una paciente, incluso, le lavan el pelo en la misma cama. Otra imagen llama la atención. Mientras un enfermero regula los monitores del ventilador de un paciente, ve pasar al doctor Ugarte. Nos mira de reojo a los que estamos sin el traje verde de funcionarios y dice a través del vidrio: “¿Ven lo que pasa acá? Dígale a la gente que no salga de sus casas”.

En la Clínica Indisa, según cuenta Sebastián Ugarte, lo que más ha costado reconvertir a UCI ha sido el área de pabellón. A esas enormes salas de grandes puertas metálicas, donde solo hay una camilla, un gran foco de luz y algunos mesones con herramientas, ahora se ha debido incorporar toda la compleja infraestructura que requiere una cama crítica. Sin embargo, el mayor desafío ha sido de recursos humanos. De una gestión transitoria, el personal ha debido pasar a enfocarse las 24 horas en el bienestar de un solo paciente.

“Nuestro trabajo de anestesista es muy intenso por unas seis horas. Pero esto es todo el día, y eso es una manera diferente de llevar la carga cuando te la llevas a la casa. Te vas pensando cómo habrá amanecido, como habrá estado el que se queda de turno, porque están más estresados, con una pega que no hacen habitualmente”, comenta Mariana Serra, anestesista jefa del área de pabellón.

La enfermera Beatriz Mena es una de las funcionarias del equipo que tuvo que volcarse totalmente a la atención de pacientes Covid-19 a partir del 21 de mayo, cuando seis pacientes ventilados inauguraron el nuevo pabellón con su llegada. En las tres semanas que lleva en esto, reconoce que ha sido fuerte ver cómo, de un momento a otro, la vida de un paciente comienza a depender totalmente de ellos y del ventilador.

“Algunos creen que esto no es real, pero si vinieran un día por aquí, se darían cuenta de que esto no es un invento de nadie. Vemos al paciente que llega conversando, pero a la hora vamos a intubarlo, lo conectamos, dejó de hablar y ahora pertenece a una máquina”, cuenta.

Pero hay otra cosa más que le preocupa. Beatriz Mena tiene dos hijos, de seis y cuatro años, y el trabajo de explicarles lo que está pasando, sumado al miedo de contagiarlos también la ha afectado. “Yo les explico que la mamá necesita también darles cariño y amor a otras personas y con eso ellos se calman un poco. Pero tenemos miedo, ellos tienen miedo también. Cuando yo llego a la casa, lo primero que me dicen es ‘mamá, ¿te bañaste?’. Si no, no se acercan”, dice la enfermera.

En medio del recorrido, las puertas del ascensor exclusivo para traslado Covid-19 se abren. Aparecen tres funcionarios llevando a una paciente de ojos claros, de mediana edad, que viene desde la urgencia con una máscara de oxígeno. Aturdida, observa todo lo que pasa a su alrededor, con una mirada que da la sensación como que estuviera en estado de shock. Apenas pasa frente a nosotros, Ugarte dice: “¿Ves? Tú que viste que había camas vacías, mira cómo van llegando”.

Esa paciente probablemente ocupará la cama recién desocupada en la sala del quinto piso. Hasta el momento, ningún paciente de todos los que han llegado se ha quedado sin cama. De alguna forma, hasta ahora se las han arreglado para atender a todo quien llegue a la Indisa, sin necesidad de derivar a los pacientes a otros recintos hospitalarios.

“Todo tiene un límite”, advierte Ugarte. “Y vamos a llegar a un momento en que ya no vamos a ser capaces de ingeniar más camas. Yo creo que estamos demasiado cerca de ese momento, la diferencia son dos semanas de tiempo”.

Después de eso, Ugarte teme que no haya mucho más por hacer, que todos los esfuerzos no sean más que ejercicios en vano.

“Llegan muchos más pacientes de los que esperábamos, y seguimos como un hámster corriendo en su rueda, tratando de abrir más camas”.