Vlado Mirosevic: “Nuestro liberalismo no es de salón, es plebeyo, para gente normal”

Vlado mirosevic
El diputado del Partido Liberal, Vlado Mirosevic.

Diputado aborda la salida del Partido Liberal del Frente Amplio y ve los desafíos a futuro. "Si no hay mayoría progresista, no habrá una nueva Constitución que habilite a los próximos gobiernos para hacer esos cambios que la sociedad está esperando", expresa.


El diputado ariqueño y fundador del Partido Liberal se presentó a su primera elección parlamentaria a los 22 años, en 2009. Perdió, pero en 2013 ganó y en 2017 fue la primera mayoría nacional con el 34% de los votos, éxito que atribuye al énfasis territorial y horizontal del proyecto que lidera. El reciente quiebre con el Frente Amplio (FA), cuyo repliegue en la “trinchera” insiste en lamentar, y la presentación en sociedad de Nuevo Trato (donde reunió a decepcionados del FA y de la ex Concertación), sitúan a Mirosevic en el dificultoso camino de rejuvenecer a la centroizquierda, encallada hasta nuevo aviso entre el final de una historia y el comienzo de otra. Acá expone sus coordenadas para encontrarse con el Chile que viene.

¿Cuál es el espacio vacío que quiere llenar Nuevo Trato en la política chilena, y según qué lectura de la sociedad podría decirse que ese espacio existe?

Responder eso implica preguntarse cuál es la naturaleza del 18 de octubre. O las naturalezas, porque no hay una sola. Pero hay una sociedad que reclama una salida del neoliberalismo. Quizás no en esas palabras, pero reclama salir del sálvese quien pueda, de esta versión tan radical del neoliberalismo que redujo la sociedad a sus relaciones de transacción. Pero de ahí se puede salir hacia muchos lugares distintos, y la gente que está en Nuevo Trato y en el Partido Liberal no persigue nada muy original: acercarnos a los pactos sociales que existen en democracias más desarrolladas, como las nórdicas. Ni más ni menos. No estamos pensando en llevar a Chile de una radicalidad a la otra, al modo de una izquierda más romántica expresada en el ALBA o en Chávez. Tampoco pidieron eso las grandes mayorías que salieron a protestar. ¿Qué se reivindicó? La seguridad social y la igualdad de condiciones en ciertos espacios de la vida en común. Pero esta no ha sido una revuelta antimercado ni contra los valores de esfuerzo individual. Sí ha sido contra la concentración de la riqueza y los abusos del mercado.

¿Cree que la generación que salió a la calle desde 2006 es más liberal que de izquierda?

Creo que es una mezcla de ambas cosas, y por eso ni la izquierda ni el liberalismo pueden reivindicar el 18 de octubre por sí solos. En esas generaciones, incluso en la juventud de izquierda, está hecho carne el proyecto liberal de construirse a uno mismo con autonomía, y ya desde el 2011 había un reclamo de que el sueño meritocrático fuera cierto, lo cual presupone ciertas condiciones igualitarias. Si la derecha chilena creyera realmente en el mérito, no tendría tantos problemas para leer el estallido social, porque las mayorías están diciendo lo mismo desde 2011: cómo voy a construir mi vida con mi esfuerzo y mi mérito si no tengo condiciones básicas para hacerlo. La decepción de esa expectativa ha generado mucha, pero mucha frustración.

Visto así, ¿Nuevo Trato sería una centroizquierda o pretende ubicarse en una época donde el eje derecha-izquierda empieza a ser superado?

Para simplificar el debate diría que es una centroizquierda. Pero parte de lo que estalló el 18 de octubre es nuestra manera de convivir, y el nombre Nuevo Trato también apela a una ética de la convivencia que interpela a todo el eje ideológico. La idea de que la vida sólo consiste en tratar de maximizar tus intereses particulares, de hecho, está siendo impugnada en el mundo entero. Más aún con el cambio climático, que va a terminar de matar esa ilusión de que tú puedes no depender del lugar en que habitas ni de la comunidad en que participas.

Una ilusión muy liberal.

Sí, pero ilusión al fin y al cabo. Frente al cambio climático eso no va a resistir. Y tampoco va a resistir, creo, esta visión de la educación tan restringida a lo “útil”, a lo que pueda generar mayor productividad en la sociedad o en el estudiante. El neoliberalismo ninguneó al humanismo en todos los frentes y poco a poco se empiezan a ver los costos. Pero me habías preguntado qué espacio político queremos ocupar. Yo creo que hay un gran espacio de ciudadanos huérfanos en dos mundos: aquellos que veían en el FA una renovación interesante de la centroizquierda, pero se fueron desilusionando y vieron que ahí no hay una capacidad de ser gobierno, y aquellos huérfanos de una Nueva Mayoría que, con capacidad de ser gobierno, no supo representar la ilusión de un cambio. El espacio de Nuevo Trato y del Partido Liberal está ahí, en la reunión de esos dos mundos huérfanos. No sólo de las personas que los encarnan, sino del espíritu de renovación que había en ellos.

¿Podrían terminar como el partido satélite de una coalición grande al que se fideliza con cargos menores?

Quien espere eso se equivoca profundamente. Creo que esta es una generación poco dispuesta a aceptar carguitos desde la burocracia estatal, porque quiere salir a construir cambios reales. Y por lo mismo es mucho más osada en términos de disputar el poder.

Apenas se presentaron como Nuevo Trato surgieron dos críticas ásperas: que son una constelación de “cuicos progres” y que se aprestan a replicar la “traición” de la Concertación.

Sobre lo primero, yo vengo de Arica, de una familia de clase media, mi viejo fue funcionario público, mi mamá profesora normalista, no vengo de la élite capitalina y el Partido Liberal tampoco. Este partido surge desde las provincias. Después llega a Santiago y comienza a crecer, pero nuestras tropas revolucionarias vienen del norte y del sur. Y es un partido muy de clase media, esa es la firme, por lo tanto no nos cae el poncho de esa crítica. Y sobre la idea de que queremos replicar a la Concertación…

En particular, su disposición a pactar y así traicionar el espíritu combativo que se habría levantado en las calles.

Podemos juzgar para siempre a la Concertación, pero ahora hay algo mucho más importante: este momento exige de nosotros, de todos los dirigentes de oposición, hacernos cargo de ilusiones que no pueden ser defraudadas. Y no vamos a construir cambios sociales sin mayorías, es así de simple. Si no hay mayoría progresista, no habrá una nueva Constitución que habilite a los próximos gobiernos para hacer esos cambios que la sociedad está esperando. Entonces no es un momento para proyectos testimoniales o identitarios que protejan su gesto de reivindicación. Este momento de expansión democrática se puede frustrar, se puede frustrar en serio. O sea, podemos llegar a la conclusión de que nada de esto sirvió de mucho: no construyó una nueva legitimidad ni un nuevo pacto social. Por lo tanto, tenemos que rehuir la idea de que hay una sola representación del 18 de octubre, y que esa sería la versión más combativa de la calle. Esa versión es legítima y quizás muy necesaria, pero no es la única ni mucho menos la que va a lograr conquistas reales para las grandes mayorías. Esas conquistas se construyen con acuerdos con el resto de la oposición y yo no tengo ningún complejo al respecto, que me acusen de abandonar ese espíritu combativo me importa bien poco en este momento. Por lo demás, si alguien vio en nosotros un espíritu revolucionario, se equivocó. Nosotros somos reformistas.

Uno podría intuir que varios líderes del FA comparten la preocupación que acaba de describir. ¿Por qué no logró convencerlos de unir fuerzas hacia el centro?

Con esos liderazgos del FA no estamos para nada distantes en cuanto al tipo de políticas o de causas que promovemos. Pero un efecto colateral del 18 de octubre fue alejar la posibilidad de construir mayorías, porque se agudizaron ciertas posiciones. Y frente a eso, algunos prefirieron estar en una trinchera −legítima, pero una trinchera− para rehuir quizás la crítica que nos podían hacer de “ustedes fueron a pactar con la Concertación”. Creo que el FA y sus líderes quisieron rehuir esa foto. Y está bien, pero no me parece la posición más responsable. Todos deberíamos priorizar lo mismo: que este proceso histórico no se frustre. Ese es el miedo que hoy me moviliza. Y les pregunto a quienes tomaron otro camino cómo van a hacer los cambios que reivindican si no van a tener mayoría. Esa fue la gran respuesta que no logré tener de mis compañeros.

El día que ustedes se retiraron del FA, Gabriel Boric escribió “tenemos que abrazar sin complejos ideas de izquierda”, dando a entender que los separó el proyecto y no la estrategia.

Claro, a juzgar por esas palabras y por otras, pareciera venir una etapa de mayor izquierdización del FA. Pero el programa de gobierno de Beatriz Sánchez, por ejemplo, no reflejaba un proyecto de ese tipo. Yo no discuto que tengamos diferencias ideológicas, eso es innegable, pero la diferencia que nos separó en esa ocasión fue sobre todo identitaria o de táctica.

Pero ustedes podrían terminar en un pacto con la DC, que también le cerró la puerta a una lista única.

Sí, la DC de Fuad Chahín es igual de responsable por lo que pasó, sin duda. En resumen, pasó que ni la DC ni el PC querían la lista unitaria y el FA quedó un poco capturado por esa estrategia del PC. ¿Y por qué no quisimos estar ahí? Porque si bien con Camila Vallejo, Karol Cariola y otros más hemos empujado muchas iniciativas juntos, después del 18 de octubre, cuando el PC no firma el acuerdo constituyente y mantiene una posición de emplazamiento a todo este proceso, hay ahí una decisión no trivial que nos pone en veredas distintas.

¿Cuál sería su arco ideal para formar los dos tercios en la convención? ¿Prefiere extenderlo hasta el PC o hasta RN?

No pierdo la esperanza, para nada, de que logremos ciertos consensos desde el PC hasta la DC, al menos en las grandes cosas. Ojalá, digamos, es un ruego más que una esperanza. Pero con la centroderecha genuina, de tradición más republicana, hoy representada por Mario Desbordes, también vamos a tener que llegar a acuerdos en ciertas cuestiones. Por ejemplo, para terminar con este presidencialismo tan radical, o con este Estado unitario que nos pone entre los países más centralistas del mundo. Obviamente, eso exige que esa derecha se descuelgue del fanatismo neoliberal y se acerque a una derecha más francesa, que defiende la educación pública y entiende que en algunas dimensiones de la vida tenemos que ser más o menos iguales. Y bienvenido que lleguemos a acuerdo con ellos, porque la Constitución no es un manifiesto de la corriente ideológica de cada quien. Eso fue la del 80 y por eso no pudo legitimarse. Una Constitución de verdad es la que involucra a sectores que piensan distinto a uno, y no tengo ningún problema en decirlo: involucra a la derecha. Ellos también tienen que ser parte de este pacto social.

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Si su proyecto es un pacto social al estilo nórdico, ¿por qué se hace llamar liberal y no socialdemócrata?

Es un buen punto y habría que partir diciendo que, dentro del liberalismo, yo sigo la tradición liberal igualitaria, que pretende combinar libertad e igualdad y no las cree contradictorias. De hecho, aprende de los fracasos del siglo XX como el resultado de negar un valor en favor del otro. Es un tipo de liberalismo muy extendido en el mundo y que estuvo muy presente en Chile, desde la Sociedad de la Igualdad de Francisco Bilbao en adelante.

Aunque los otros liberales dicen que es un invento de izquierdistas que se quieren colgar del nombre.

Sí, pero el origen del liberalismo es progresista, no tengo ninguna duda de eso. Nunca negó la igualdad, como Friedman, y por eso parte de nuestro propósito ha sido resignificar el liberalismo en Chile. Que cuando alguien se diga liberal, la gente no se imagine a José Piñera. ¡Eso sí que es contradictorio, si no hay liberal posible en medio de una dictadura! Y nuestra versión, efectivamente, colinda con la socialdemocracia. En Europa, de hecho, ha sido una alianza de gobierno muy exitosa, constructora de grandes pactos sociales. ¿Y qué nos diferencia? Por un lado, los autores que leemos −John Stuart Mill, Norberto Bobbio o John Rawls, en nuestro caso− vienen de tradiciones distintas. Y por otro lado, la socialdemocracia tuvo su principal base política en los sindicatos, en un cierto sujeto social que en alguna medida –no del todo− ya dejó de existir. Creo que, en ese sentido, el liberalismo igualitario es más flexible para entender los cambios de la sociedad y de la economía que están produciendo nuevas subjetividades.

¿Cómo se produjo la anomalía de que un joven progresista de estos tiempos descubriera el orgullo de ser liberal?

Esa curiosidad tuvo su origen en el colegio: en primero medio, o por ahí, me tocó estudiar la Sociedad de la Igualdad de Bilbao y rallé la papa. Este personaje tan controversial, lúcido, ácido, corajudo, me marcó mucho. Reúne muy bien esta síntesis de liberalismo y progresismo, por eso nunca los vi como valores antagónicos. Al contrario, las ideas liberales que se rebelan contra la monarquía, contra el pensamiento único, y que actualizan el ideal de la democracia y del autogobierno, son verdaderamente revolucionarias y bastante recientes en la historia. Balmaceda es otro personaje que me marca mucho.

En el vocabulario político de hoy, “élite” y “liberal” son casi siameses, pero usted se define como “liberal plebeyo”. ¿Qué sería lo plebeyo de su liberalismo?

Además de no provenir de la élite capitalina, nosotros vemos en el liberalismo un pensamiento emancipador para las grandes mayorías, no para una élite. Claro, la política del siglo XIX estaba dominada por la aristocracia, por lo tanto sí fue una élite liberal la que empujó ciertos cambios. Pero su inspiración calza muy bien con este momento histórico. Porque lo que se está buscando, en el fondo, es una segunda emancipación, o una segunda ola de distribución del poder. Por eso nos hace tanto sentido reivindicar desde las provincias un liberalismo para las mayorías. Nuestro liberalismo no es de salón, nunca lo ha sido, es plebeyo, para gente normal. Quizás eso explica que hayamos logrado construir, si bien aún emergente, un partido político, algo que había sido tan escurridizo para las fuerzas liberales, que suelen ser tan liberales que les cuesta reunirse con otros, tan librepensadoras que les cuesta organizarse.

¿Cómo hicieron ustedes para juntar a la gente?

La verdad, durante mucho tiempo fuimos muy pocos. Además, partimos como una rareza: una generación menor de 35 años, de provincia, reivindicando un pensamiento del siglo XIX. Y ninguno de nosotros venía de familias políticas. Pero hubo una idea un poco obsesiva de que esto iba a terminar haciendo sentido, porque las nuevas capas medias habían dejado de ser representadas por la centroizquierda que las hizo emerger, o que gobernaba cuando emergieron. Ese Chile con un nuevo lenguaje, con otras coordenadas culturales, con otros estados de ánimo, es el que nos interesa representar. En ese sentido, las conversaciones intelectuales son importantes y nos fascinan y entretienen, pero hemos intentado que este proyecto liberal plebeyo sea muy territorializado, romper completamente con las jerarquías de la política e insertarnos en la sociedad como uno más. Quizás por ahí estuvo la clave.

Casi al salir del colegio dirigió por dos años El Morrocotudo, medio digital ariqueño que se presentó como el primer “diario ciudadano” de habla hispana. ¿Influyó esa experiencia en su manera de entender el vínculo con la sociedad?

Sí, la experiencia de El Morrocotudo me marcó muchísimo. Esto era el 2006, no había Twitter ni Facebook, pero ese diario entendía que en la era 2.0 la gente iba a participar directamente en la producción de contenidos, no iba sólo a consumirlos. La idea era dar vuelta esa tortilla y decir “distribuyamos el poder de la palabra, que la gente escriba las noticias”. También fuimos el primer diario que permitió a la gente comentar las noticias, y se generaban grandes debates para abajo. El diario era –sigue siendo, de hecho− una especie ágora pública donde todos tenían voz, y todos es todos: participaban desde el empresario más poderoso hasta los dirigentes vecinales. Era una expresión viva de la ciudad. Y del liberalismo, me parecía a mí, que nació para controvertir la concentración del poder.

¿Cree que esa cultural horizontal puede entrar en conflicto con la democracia representativa, al volver odiosas sus formas de mediación?

Sí, esa experiencia de internet se contagia a otras dimensiones de la vida y terminó tensionando la democracia representativa. Pero no creo que a un nivel terminal. Probablemente estemos frente a un nuevo ciclo y termine emergiendo algún híbrido entre la democracia que conocemos y otra cosa… Pero más sinceramente, no sé qué va a pasar.

Junto a los diputados Boric y Jackson pregonó desde el Congreso una política distinta, contra la presunta decadencia de los cuadros establecidos. ¿Existe esa nueva forma de hacer política o esa consigna les va a terminar pegando de vuelta?

Yo creo que es una búsqueda más que una afirmación categórica, es un intento de innovación. Nosotros somos políticos, no somos sacerdotes cuyo rol sea enjuiciar las conductas ajenas. Estamos buscando nuevos surcos, nuevos significados para la democracia y podemos fracasar en eso. Es más: esta búsqueda tiene garantizados algunos fracasos en el camino. Y así como hay que aventurarse a innovar, también es muy importante saber dudar. Dudar de nuestras convicciones, de nosotros mismos. Y te digo, sinceramente... pucha, aquí estoy un poco como Maturana, pero él dijo algo que me gustó: un nuevo derecho humano a consagrar en la Constitución debería ser el derecho a cambiar de opinión. A mí me gusta mucho la deliberación con otros. Por ejemplo, yo era férreo partidario del voto voluntario, pero férreo partidario. Y fue un gran debate adentro del partido, muy bonito, donde mi posición era minoritaria. Pero tuve que reflexionar ante la evidencia y terminé cambiando de posición.

Algunos de sus detractores en el FA sacaban a relucir su apoyo a Piñera en las elecciones de 2009. ¿Ese fue un comienzo errático o una búsqueda coherente con la trayectoria que hoy lo tiene acá?

No, los errores son errores y ese apoyo a Piñera en 2009 fue un error, sin ninguna duda. Eso fue cuando militaba en ChilePrimero y la mayoría de quienes militan en el Partido Liberal no estuvieron ahí. Pero yo estuve. ChilePrimero quería ofrecer una tercera vía entre los dos bloques y terminó apoyando a Piñera en un intento equivocado de buscar las alternancias. Obviamente, no lo volvería a hacer.

¿Tiene descartado ser candidato a la convención?

Sí, descartado. Creo que los parlamentarios en ejercicio no deberían postularse a la convención, aunque tengan derecho a hacerlo.

¿Por qué?

Porque la gente no quiere eso y yo, como ciudadano, lo comparto: son otros los convocados a construir ese pacto, no nosotros.

¿Tampoco va a la reelección?

No. Legalmente me queda una reelección, pero con Jackson y Boric nos comprometimos a ir sólo por un período más y hay que honrar la palabra. Y tampoco tengo la edad para ser senador, así que en esta pasada sólo voy a ser candidato a irme para la casa. En el futuro, ya veremos.

Su proyecto de eutanasia, que la Cámara ya aprobó en general, está desatando debates álgidos. ¿Qué cree que este proyecto pone en juego?

Creo que pone mucho en juego. Construir este nuevo derecho −algunos lo llaman “la última libertad”− significa consagrar algo que, pese a tener oficialmente un Estado laico, no hemos logrado consagrar como sociedad: un espacio de soberanía individual donde ni la sociedad, ni el Estado, ni mucho menos las iglesias, tengan derecho de decidir por ti. En el fondo, estamos controvirtiendo un fenómeno que atraviesa la historia completa de la humanidad: el miedo a la libertad de los otros. La tendencia al control, a mirar la sociedad como un rebaño que necesita ser guiado por tus propias convicciones. Y en Chile, lamentablemente, durante muchísimo tiempo se han utilizado las leyes, incluso la fuerza coercitiva del Estado, para imponerle a toda la ciudadanía ciertas creencias particulares. Creo que el temor a perder esa prerrogativa es lo que impulsa a quienes están preocupados de que el resto no se practique una eutanasia, más allá de que no se la practiquen ellos mismos. Ahora están intentando boicotear el proyecto en la Cámara, abiertamente.

¿Cómo así?

El proyecto volvió a la Comisión de Salud y ellos presentaron 70 indicaciones para obligar a repetir toda la discusión, como una manera de dilatar el proyecto para que nunca termine viendo la luz. En eso están. Aun así, vamos a exigir que se cumplan los plazos que establece el reglamento, así que el proyecto va a ser despachado igual.

Desde la derecha, y a veces también desde la izquierda, se los ha criticado como liberales hipsters preocupados de temas culturales que no interesan a las mayorías.

Eso se presta para un debate bien de fondo, pero en la corta les respondería que entre un 70% y un 80% de los ciudadanos, según la encuesta que uno mire, apoya este proyecto. Para mucha gente esto sí es una preocupación y lo he visto desde que el proyecto se empezó a debatir.

¿Diría que el proyecto también busca abrir una reflexión sobre la muerte, con alcances sobre la propia concepción de la vida?

Absolutamente. El proyecto combina una necesidad práctica para muchas familias con una pregunta muy necesaria y jamás respondida sobre la muerte. Y eso abre un debate sobre el significado de la vida que fue un tabú durante mucho tiempo. Cuando presenté el proyecto, el año 2014, yo pensé que iba a ser interpretado como una cuestión hasta criminal. De hecho, muchos diputados no me lo quisieron firmar y no sólo me decían “la sociedad chilena no está preparada para esto”, también me decían “esto te garantiza perder tu reelección”. Pero la sociedad chilena, para sorpresa mía y de todos en el Congreso, entendió que detrás de este proyecto no sólo está el valor de la libertad para decidir sobre uno mismo, que es la base de toda dignidad, sino también el valor de la compasión, en el sentido más laico y universal de la palabra. Gracias a eso el tabú se ha ido terminando. Y gracias a eso, también, la gente está más abierta a discutir sobre algo problemático e incómodo como es la muerte.

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