5 de octubre: la costra blanca

Sí


En octubre de 1988, yo tenía trece años y todos los días recorría con mi padre las cinco cuadras que separaban nuestra casa de la estación de trenes del centro de Villa Alemana. Yo iba al colegio en Viña y él, al liceo donde hacía clases en Valparaíso. Salíamos a las seis y media de la mañana, cuando aún no amanecía. La ciudad estaba vacía y muchas veces mientras atravesábamos una niebla espesa o una garúa suave. En ese camino, nos cruzábamos con otras siluetas silenciosas que iban a la estación, una vieja construcción de adobe donde todos éramos sombras detenidas en el andén; ahí nos saludábamos los unos a los otros con gestos mínimos que detallaban una cortesía que tenía algo de heráldico.

En esas mañanas oscuras de los días previos al plebiscito del 5 de octubre, todas las calles del centro de la ciudad estaban cubiertas de panfletos y volantes del Sí. Recuerdo con claridad el efecto visual. Iluminados por un resplandor leve y lechoso, los papeles se apelmazaban, volviéndose a veces una costra blanca y mojada que se extendía a través de las cuadras. Todos estaban bien diseñados e impresos y a veces era posible reconocer el trazo de algún humorista gráfico conocido en las ilustraciones. En esos panfletos estaban resumidas todas las ideas que la propaganda con la que la dictadura nos machacaba todo el día desde que teníamos memoria, donde la demonización de la Unidad Popular iba de la mano de la presentación del gobierno militar como un flamante mundo modernizado que ese Pinochet con una perla en corbata aspiraba a representar con su maquillaje fraudulento de demócrata. Ahí sus lentes negros (que poblaban nuestras pesadillas como la primera imagen que simbolizó de modo concreto el terror para mi generación) daban paso en los retratos de la campaña del Sí donde el dictador esbozaba una sonrisa tan falsa como sardónica, a todas luces traicionera. Por lo mismo, esa costra de papel tenía algo monstruoso en su hipertrofia, en su exceso. Como si fueran las espinillas florecientes de pus de una piel enferma, el rostro de Pinochet aparecía impreso como una pesadilla hecha de la repetición infinita de la mueca congelada de su patética máscara republicana.

Todo eso estaba detrás de la costra blanca de los panfletos mojados pues la dictadura era lo que susurraba debajo, moviéndose entre el papel y el suelo, al modo de un río de mugre que era imposible ver pero que era posible percibir como un animal agazapado en su violencia expectante. En ese río corrían todas pequeñas cosas de las que estaba tejida, porque no era algo abstracto sino una realidad llena de amenazas secretas, de pequeños gestos autoritarios, de suspicacias y paranoias, de un lenguaje colonizado tanto por la violencia como el tedio. Así, la dictadura era la vida cotidiana envenenada por la ponzoña de las noticias falsas; era ver al cura Hasbún en la tele una y otra vez; era cantar el Himno Nacional en los patios helados donde aprendíamos a despreciar su letra del mismo modo en que despreciábamos la cueca, por ser tradiciones impuestas a la fuerza que solo podían existir en el territorio de lo ridículo. La dictadura era el miedo a hablar en voz alta o vigilar tus palabras para que no repitieses en público lo que escuchabas en el comedor de la casa porque el mundo estaba lleno de sapos y delatores; la dictadura era Don Francisco y era el pollo frío que los comensales de "Almorzando en el 13" mascaban mientras hablaban de política internacional o del tema cultural que fuese (eso era la cultura: un falso almuerzo) y eran Jorge Rencoret y Raúl Matas y todos los libros de Pablo Huneeus y Lafourcade; la dictadura eran "Icarito" y Cachureos y todos esos reportajes de "Informe Especial" que describían la realidad como una colección de submundos infinitos y cuyo único sentido era provocarle al espectador un pánico que debía dejarlo aletargado; la dictadura era el Pepsi Challenge y todas las bandas del rock latino que nunca pudieron sonar como Los Prisioneros pero quisieron ser famosos bajo las luces pobres de nuestro espectáculo; la dictadura era lo que aparecía en los discos de Los Electrodomésticos, que luego escuchamos como una colección de mensajes cifrados al modo de un psicofonía de las voces perdidas de ese país amenazado donde la pregunta de Yolanda Sultana ("El futuro de Chile, ¿dónde está?) era la contracara de la confesión de un asesinato doméstico. Porque la dictadura eran también la Virgen de Peña Blanca y la miseria que fue el cometa Halley las ciudades y planetas arrasados de Robotech y la radio Cooperativa como una transmisión casi pirata, frágil, que sostenía de modo imposible un delgado hilo de vida en un mundo muerto.

¿Dónde estarán esos panfletos ahora? ¿Alguien los conservará? ¿Nos darán risa o pena? ¿O la risa será una forma de la pena? No lo sé, son carne para otro museo, materiales para otra historia nacional de la infamia donde la perla de la corbata de Pinochet también debería exhibirse. Sí sé que los días posteriores al triunfo del No, la costra de papel despareció, las calles volvieron a estar vacías y comenzó a clarear más temprano. Ya no estaba tan oscuro. Para mí esa luz es una de las formas más puras de la épica que he conocido. De hecho, el viaje en tren duraba lo mismo que el amanecer. Sentado mirando por la ventana del tren, observaba cómo la llegada del alba se imponía sobre el valle desde el oriente, iluminando la punta de los cerros verdes con la promesa de una vida nueva.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.