Dos artistas, una estrella
La nueva Nace una estrella en realidad es una reflexión sobre los mecanismos que construyen la elite del espectáculo: cómo se asciende en el circuito, cómo muestras tu valor, cómo saltas-a-la-fama. El pecado de Jackson Maine, se entiende al final, no es envidiar a la mujer, sino perderle el respeto al estrellato.

Nace una estrella tiene ya un par de semanas en cartelera y la mayoría de los críticos han mencionado sus méritos más notorios: el carisma de Lady Gaga, las escenas de recitales, el poder lacrimógeno del último segmento. La película está basada en una idea original de los años '30, cuyas dos versiones más famosas son la de 1954 (protagonizada por Judy Garland y James Mason) y la de 1976 (con Barbra Streisand y Kris Kristofferson).
Todas las versiones de la idea aportan y quitan elementos, pero el concepto central no varía: un artista famoso descubre por casualidad a una mujer que es un diamante en bruto. Ambos entablan una relación donde se cruza el afecto con la fama. El ascenso de la mujer al estrellato corre paralelo al descenso del hombre fuera de los escenarios.
Como estamos en el 2018, la versión actual (dirigida y co-protagonizada por Bradley Cooper) es revisada bajo la lupa de las luchas que se están dando en temas de género, clase y representación. Lo que no tiene nada de raro, ya que Nace una estrella como concepto siempre ha sido una máquina de generar discusión y preguntas.
En los años '30, el hombre era la figura trágica. En la versión de 1954 (dirigida nada menos que por George Cukor) el hombre era a la vez víctima y ejecutor de sus propios demonios personales. No es raro que lo encarnara James Mason, quien en esa misma década iba a a protagonizar Bigger than life, uno de los primeros dramas hollywoodenses sobre la drogadicción.
En el Nace una estrella de 1976, el hombre (Kristofferson) es opacado por el talento de su protegida. Es un duelo de egos donde sólo queda en pie la mujer genial. El amor entre ambos es menos importante que la obvia distancia que los separa a nivel artístico.
La nueva versión es muy extraña en ese sentido. Uno podría leerla de manera cínica y asumir que el mensaje del guión no es muy amable: incluso en esta época, el contacto de un artista con una mujer más talentosa que él sólo puede concluir en autodestrucción. Pero esa lectura es incompleta, en primer lugar porque lo que se entiende de la película no es que Ally (Lady Gaga) sea una mejor artista que Jackson Maine (Cooper). Lo que queda claro es que es un mejor producto. Es más nueva, es más moldeable, responde mejor al cambio.
¿Pero es más talentosa (dentro de la ficción) que su protector y novio? No queda claro. De hecho, el primer quiebre entre ambos ocurre cuando ella se entrega a un productor que le cambia el look, le asigna bailarines y la asemeja a un ídolo pop tradicional. Jackson lee eso como una traición, aunque no queda claro si al espíritu del rock o a su propia devoción por la mujer.
El asunto, creo, es que Nace una estrella en verdad habla de dos cosas y una, la aparente, le interesa mucho menos que la otra, la secreta. La cosa aparente es el tema del matrimonio de artistas, el cómo sobrevive el ego masculino frente al ascenso torrencial e irrefrenable de la voz femenina. Es el tema que Cooper heredó de las versiones clásicas. Pero la cosa secreta, aquella donde la película sí tiene mucho que decir de maneras bastante incorrectas pero fascinantes, tiene que ver con la idea de elite.
Hoy el concepto de elite tiene muy mala prensa porque todos creemos que atenta contra las batallas que se dan en nombre de la igualdad y el reparto justo de bienes. Sin embargo, como dijera uno de los lemas de Jenny Holzer, la existencia de una elite es inevitable. Y ninguna elite es más adorada y visible que la elite del talento.
La nueva Nace una estrella en realidad es una reflexión sobre los mecanismos que construyen la elite del espectáculo: cómo se asciende en el circuito, cómo muestras tu valor, cómo saltas-a-la-fama. El pecado de Jackson Maine, se entiende al final, no es envidiar a la mujer, sino perderle el respeto al estrellato. El poder de salir a un escenario y cantarle a miles de personas ya no tiene encanto para él y esa infracción debe ser castigada. Ally, en cambio, nunca termina de salir del pasmo de que la gente la quiera ver: casual o no, Lady Gaga le imprime al personaje una actitud más cercana a la que tenía el hombre elefante frente a los doctores que la que podría haber tenido Madonna o ella misma en sus inicios.
Ally está siempre aterrada en el escenario porque intuye que es un lugar de enorme poder y visibilidad. La fama para ella es una experiencia sobrecogedora no sólo por la velocidad con que ocurre, sino por la potencia con que amplifica su discurso: en tres escenas, pasa de tararear una canción en un estacionamiento a estar frente a un estadio repleto que se la sabe de memoria.
Esa experiencia le es concedida –con ayuda del hombre- en base a su don. Que la hace parte de una elite, formada por aquellos que no sólo tienen talento, sino carisma, actitud y "algo que decir". Es ahí donde la película clava el hacha. No hay forma –dice la película- de que esta meritocracia descomunal que forma el centro del mundo del espectáculo conviva con los nuevos tiempos de inclusión y políticas de integración.
Ally llega a la cima no por ser mujer o venir de un barrio pobre o por tener un padre chofer de limosina. Llega a los Grammys porque es una intérprete excepcional. Y, siendo más amable al cambio que su tutor, es muchísimo más codiciada para la industria. Nace una estrella, en efecto. Y como todas las estrellas, brilla sola y sin preocuparse por hacer causa común con otras estrellas. Sólo brilla, deslumbra y extiende su calor, consciente de que ya vendrá la hora de apagarse y dejar el puesto.
Por eso la gran escena de la película de Cooper no es una que involucre romance o intimidad. Es la secuencia donde Ally canta Always remember us this way en un recital. Mientras la vemos sentada al piano, de pronto la cámara gira y vemos su rostro monumental en la pantalla gigante instalada al fondo del escenario. Eso es lo que están viendo los espectadores del concierto: no a la persona (un punto en la distancia) sino la imagen en la proyección. Y bajo ese rostro de varios metros, vemos a Jackson Maine, empequeñecido, tocando junto a los otros músicos, sonriendo como si supiera que su hora ya se acabó.
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