Eduardo Cavieres, historiador: “Para mantenerse, la democracia representativa tiene que transformarse”
El premio Nacional de Historia 2008 se vale del estallido de octubre para abordar, en su último libro, la sociedad chilena y el contexto internacional de las últimas tres décadas.
“No me interesa el pasado por el pasado. Me interesa el pasado sólo para entender el presente”.
Quien conozca por Wikipedia a Eduardo Lincoyán Cavieres Figueroa, porteño que acaba de cumplir los 75, lo vinculará al estudio de épocas más bien lejanas y a aproximaciones transnacionales, en tanto “sus mayores aportes están en el campo de la historia económica de Chile de los siglos XVIII y XIX, y en la historia social de la región andina compartida por Bolivia, Perú y Chile”. Sin embargo, no es recién ahora, vía Zoom, que el premio Nacional de Historia 2008 manifiesta sus inquietudes por la manera en que los tiempos pretéritos dialogan con el Chile de hoy.
Desde hace rato, en realidad, mira el presente a la luz de lo que ha venido pasando en el país y en el mundo en las últimas décadas. Eso sí, en 2019 hubo un 18 de octubre y ese hito encauzó la mirada y lo presionó a escribir con cierta prisa un volumen que ya circula con el sello EUV: Octubre 2019. Contextos y responsabilidades políticas y sociales (1998–2019 y más…).
Contra las expectativas que pueda sugerir la portada, donde el título se resquebraja cual vidriera alcanzada por un peñasco, el libro no es un estudio del “estallido” (fenómeno que prefiere nombrar “convulsión social”). El 18-0 no es el núcleo ni debería la obra emparentarse, más allá de los inesquivables puntos en común, con los volúmenes recientes de Hugo Herrera, Carlos Peña, Carlos Ruiz y Patricio Fernández.
Es como si estuviera animado por una convicción que se expresa al final de su obra: Chile necesita pensarse a sí mismo, mirarse al espejo, “redescubrirse y tener futuro”. Y esa “no es tarea de los periodistas rostros de la TV, o de algunos políticos por siempre activistas, o de las redes sociales ni de nadie más”. Es una tarea que comienza “en cada uno de nosotros”.
Que el libro verse “sobre los últimos treinta años y no sobre octubre propiamente tal”, no significa que su autor subestime la impresión que le produjeron los acontecimientos de hace diez meses. Más bien lo contrario: “Como sucedió con la mayoría del país, me sorprendí, no ante las legítimas demandas sociales que se hicieron presentes, sino con la violencia que acompañó el fenómeno”, declara hoy a La Tercera.
Dice que otros elementos del fenómeno le resultaron menos decisivos, como las marchas del 25 de octubre, y agrega que las lecturas de Zygmunt Bauman y las manifestaciones sociales de hace unos años, desde la Primavera Árabe hasta las marchas de los indignados europeos, le sugerían que “todo se desvanecía rápidamente y el curso casi normal era la inserción de dirigentes principales en los aparatos tradicionales del poder estatal”. El problema, por tanto, era la violencia, y ese problema, con pandemia y todo, “sigue siendo, no sólo una amenaza a la desigualdad existente, sino también a un sistema político de democracia representativa que necesita ser perfeccionado, pero no destruido”.
Y frente al contraargumento según el cual la violencia de octubre es una respuesta a otras violencias –estructurales, institucionales -, y por lo tanto justificada, si es que no legítima, plantea: “Hay una violencia institucionalizada, pero esa violencia tiene un proyecto; malo para la mayoría, pero un proyecto”. Incluso en los movimientos revolucionarios, agrega, cuando la gente común se lleva la carga más pesada de la violencia, esta termina institucionalizándose. Y ahí es donde se pregunta por el significado de la violencia desatada a partir de octubre: “Me preocupa mucho que esa violencia vaya a reaparecer en un tiempo más, porque quienes han protegido esa violencia, directa o indirectamente (más indirectamente, hasta donde uno puede visualizarlo) lo hacen desde el escudo de sus propios proyectos políticos, pero esos proyectos no los conocemos”.
Ud. plantea la necesidad de una democracia de otras características, donde la política se vea de otra manera. ¿La habido en Chile?
No podemos recurrir al pasado. Ni siquiera hoy, desgraciadamente. A mí me gusta el Estado de Bienestar, pero no podríamos recrearlo en las condiciones de 1950 o 1960. La democracia representativa está hoy en las peores condiciones: prácticamente toda la Europa del Este ha terminado volviendo a ser una Europa autoritaria. Y lo que está sucediendo en Chile es simplemente avanzar hacia un tipo de autoritarismo, llámele populismo, llámele nuevo socialismo, pero que trata de recrear situaciones del pasado. Para mí es más importante lo que trató de hacer Macron, que todavía está en discusión: frente a los chalecos amarillos, surgió el intento de transformar la democracia representativa, de adicionarle elementos a partir de un sistema donde a los ciudadanos también se les llamaba a participar. Es un poco lo que trató de hacer Bachelet con encuentros locales para la Constitución. La democracia representativa, para mantenerse, tiene que transformarse, pero no revisitando el pasado, sino en términos de las condiciones de hoy.
Uno de los conceptos que volvió con fuerza al discurso público es el de “pueblo”. El pueblo, observa usted, “quiere avanzar. No importa cómo”. Pero, “¿quién es el pueblo?”, se pregunta.
“Pueblo” tiene consideraciones románticas que acepto históricamente. No obstante, en términos actuales prefiero la palabra sociedad. Daron Acemoglu y James Robinson, en El pasillo estrecho, hacen notar un pasaje de Alicia en el país de las maravillas en el que Alicia se encuentra con la Reina Roja que le invita a correr. Alicia lo hace, pero se detiene rápidamente al darse cuenta de que no avanza. Pregunta qué sucede y la respuesta tiene que ver con que lo que se piensa no es necesariamente lo que sucede. Los autores lo llevan a las relaciones entre Estado y sociedad y piensan que es la sociedad la que debe esforzarse para ir al ritmo y velocidad con que avanza el Estado. De lo contrario, siempre seguirá estando atrás.
Problemas nunca resueltos
“Se suele pensar que la situación actual es producto de la pandemia y que, en el caso chileno, sus efectos se suman al inicio de la situación iniciada en octubre. No es así”, sentencia el autor de Servir al Soberano sin detrimento del vasallo. Es la sumatoria de problemas estructurales nunca resueltos, explica: “En los últimos treinta años hubo avances, pero se transformaron más en índices internacionales que en una verdadera transformación social”. En el caso chileno, añade, “hubo distanciamiento entre política y sociedad que llevó a niveles mínimos la aceptación de la política y de las instituciones públicas. Pero la institucionalidad podía mantenerse. La violencia, muy concentrada y de pocos participantes, rompió con ello y, aun cuando se trata de una crisis del Estado, el gobierno se mostró débil y con pocas capacidades para frenar la situación”.
Dice el historiador ver la política como el conjunto de vías para un mejor desarrollo ciudadano, cuestión que a su juicio requiere de bases éticas, pero también “de personas bien preparadas, con visión de sociedad y de futuro, responsables de sus actos y de sus decisiones”. El problema es que “en Chile eso no está funcionando”.
Lo anterior, prosigue el diagnóstico, se da porque “no tenemos voces respetables: ni en el gobierno, ni en los partidos políticos, ni en el Parlamento, ni la Corte Suprema, ni en la Iglesia, ni en las universidades. Hemos perdido”. Y en ese punto se le atraviesan, aunque no exclusivamente, los políticos: “No asumieron los buenos momentos económicos ni las posibilidades que se les presentaron para hacer del país una mejor sociedad. Estoy de acuerdo en que la Concertación realizó avances importantes, pero siempre insuficientes. No se puede defender lo que no se hizo. Los nuevos políticos tienen reclamos y por cierto tienen un diagnóstico, pero no tienen un proyecto de país definido y son más acción que pensamiento”.
Pero hay también responsabilidades sociales, matiza, instalando una voz disonante: “No responsabilidades de la gente que debe preocuparse del trabajo cotidiano, de mantener la familia. Más bien de quienes viven de estos esfuerzos. Ahí, el sector que más observo es el de los jóvenes, especialmente universitarios, que han equivocado el camino y han debilitado la esencia de la universidad”.
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