Educación y libertad de enseñanza: dos caras de una misma moneda
Es fundamental que en el proceso que estamos viviendo respecto la redacción de la que podría ser nuestra nueva Carta Magna, se respete el necesario equilibrio entre universalidad y pluralidad, cuestión esencial de cualquier democracia liberal. En este sentido, el desafío principal está precisamente en definir donde empieza el derecho a la educación y donde termina la libertad de enseñanza. Hay que pensar en cómo armonizarlos y no en cómo confrontarlos. Solo de esta forma podremos contar con una Constitución que custodie los derechos de la ciudadanía. Y no los caprichos intelectuales o ideológicos de unos pocos.
La educación es el proceso fundamental a través del cual se garantiza a las personas la posibilidad de desarrollarse de manera integral para vivir en una sociedad libre, independiente de la situación en el que se encuentre. En esta línea, desde la perspectiva de los derechos humanos, la educación opera como un factor que permite el ejercicio efectivo de otros derechos y libertades fundamentales. Ya que nos encontramos en plena construcción de nuestra nueva Constitución -y por fin se da inicio a la deliberación de contenidos con un espacio para que la ciudadanía participé formalmente en el detalle de la discusión-, llama la atención que el Colegio de Profesores se “salte la fila” para presentar directamente su propuesta a la presidenta de la Convención. Para ellos la burocracia de las solicitudes de audiencias públicas no existe.
Pero centrémonos mejor en el fondo más que en la forma. Lo que busca sembrar dicho gremio es presentar una artificiosa contraposición entre el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, señalando que este último debiese estar supeditado al primero. En realidad el derecho a la educación es un derecho social complementario a la libertad de enseñanza y a la libertad de elección. Estos derechos contienen un valioso contenido civil y político, permitiendo evitar cuestiones como, por ejemplo, que se desarrolle un totalitarismo cultural. Ya hemos visto algunas señales con el “negacionismo” en la Convención Constitucional. Ahora el magisterio le propone a la Convención “extinguir” la educación subvencionada. Esto sería un atentando contra la diversidad de proyectos educativos, dando así espacio a una tecnocracia homogeneizadora que nivelaría las diferencias. Las personas no van ni deberían pensar lo mismo. La historia nos muestra que esto es imposible de lograr, y que produce mucho daño.
Hacer exigible al Estado la garantía de una buena educación, no es lo mismo que pedirle una sola forma de educación exclusiva. De ser así, se estaría quitando a los padres el derecho preferente que tienen de elegir el proyecto que mejor los represente. La sociedad civil, bajo un estricto marco normativo, tiene el derecho de abrir, organizar y mantener escuelas que ofrezcan diversas alternativas y que no dependan de la capacidad de pago del estudiante. Los ciudadanos también tienen esa posibilidad de elegir. Establecer la preeminencia o superioridad de un derecho sobre el otro, atentaría contra el sistema educativo y los desafíos que nos depara el futuro.
Es fundamental que en el proceso que estamos viviendo respecto a la redacción de la que podría ser nuestra nueva Carta Magna, se respete el necesario equilibrio entre universalidad y pluralidad, cuestión esencial de cualquier democracia liberal. En este sentido, el desafío principal está precisamente en definir dónde empieza el derecho a la educación y dónde termina la libertad de enseñanza. Hay que pensar en cómo armonizarlos y no en cómo confrontarlos. Solo de esta forma podremos contar con una Constitución que custodie los derechos de la ciudadanía. Y no los caprichos intelectuales o ideológicos de unos pocos.
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