Los caminos que llevan a Escazú
La protección ambiental y la acción climática ya no son elecciones sino deberes ineludibles, en los cuales la cooperación internacional es fundamental. De poco servirá armar la COP25 si preferimos excusas chauvinistas por sobre el medio ambiente.
Cuando se trata de cooperación internacional, la Unión Europea inspira acción política en el mundo. En 1998 adoptó el Convenio de Aarhus, sobre la llamada "democracia ambiental", cuyo modelo sería replicado en las Américas: el famoso Acuerdo de Escazú. En simple, es un tratado que protege el rol de la sociedad civil en la toma de decisiones ambientales, a través de tres derechos centrales: el acceso a la información ambiental disponible ante organismos públicos; la participación ciudadana en la toma de decisiones, como la evaluación ambiental o la adopción de regulaciones; y el acceso a la justicia.
Su no ratificación fue tan inesperada, por ser Chile uno de sus principales promotores desde el primer gobierno del presidente Piñera, como bochornosa, pues jugamos el partido completo de las negociaciones, pero nos corrimos con anotar al final. Históricamente hemos sido un líder regional en la promoción de los derechos humanos, y a la vez fijamos regulaciones ambientales responsables, que han inspirado reglas similares en países como Perú y Ecuador. ¿Qué llevó a este tropiezo de un jugador estrella?
Es cierto que las obligaciones que impone, en general, ya están contempladas en nuestras leyes. Su postergación no se trataría de una cuestión de fondo sino de temas específicos: la jurisdicción internacional y la cooperación con los países sin litoral, llámese Bolivia.
En el primero, se sostiene que limitaría la soberanía nacional. Esto tiene tres problemas. En primer lugar, no existe soberanía sobre otros Estados, por lo que es natural y obvio que controversias entre Estados se resuelvan por medios neutros, como arbitraje o jurisdicción. En segundo lugar, si bien pueden rentar políticamente los bajos instintos del nacionalismo, ignora que los tratados no caen del cielo y nos someten, sino que requieren de ella para existir: deben ser firmados por el presidente, aprobados por el Congreso y luego promulgados. Si ratificamos será porque los dos poderes electos democráticamente así lo quisieron. Finalmente, el tratado es explícito: el mecanismo preferente para resolver controversias será aquel que los Estados prefieran por mutuo acuerdo, y a falta de este, aquel que Chile elija como obligatorio entre arbitraje y la CIJ (o ambos).
En realidad, la resolución de controversias en Escazú es una cláusula estándar en Derecho Internacional y está redactada idéntica en más de diez tratados vigentes en Chile, entre ellos el Convenio de Minamata, ratificado el año pasado. En el caso de Aarhus, el que inspiró Escazú, en más de veinte años desde su adopción nunca se ha llevado un caso ante la CIJ, sino que los Estados prefieren seguir las recomendaciones de su Comité de Cumplimiento.
En el segundo, Escazú impone especial cooperación con la mediterraneidad de Bolivia y Paraguay. Ante la proclividad de Evo Morales de usarla como bombo de campaña, la cautela parece prudente. Sin embargo, hay que recordar que no impone deberes ambientales genéricos, sino que protege derechos específicos. Los límites están muy lejos de serlo, y si Chile debe cooperar con el desarrollo de Bolivia, será bajo las generosas reglas del Tratado de 1904, que ya quedó firme en piedra gracias a la jodida jurisdicción internacional. Por cierto, el principio de cooperación internacional ya se encuentra reconocido en la Convención Marco sobre Cambio Climático, vigente en Chile hace más de veinte años.
La protección ambiental y la acción climática ya no son elecciones sino deberes ineludibles, en los cuales la cooperación internacional es fundamental. De poco servirá armar la COP25 si preferimos excusas chauvinistas por sobre el medio ambiente. Ni decir que Chile, como miembro de la Mesa Directiva de sus negociaciones, se comprometió a organizar la primera COP de Escazú, lo que nos llevaría al absurdo de armar la fiesta y no bailar con nadie. Es de esperar que más temprano que tarde, así como todos los caminos llevan a Roma, el interés por nuestro patrimonio ambiental y lo que heredaremos a las futuras generaciones nos lleven a Escazú.
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