Muere Maradona, deidad pagana del fútbol mundial

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A los 60 años, producto de una descompensación, deja de existir el astro argentino, considerado por muchos como el mejor futbolista de la historia. Su personalidad controvertida y los excesos de su vida de estrella configuraron un personaje único, que fue venerado en su país y en el planeta.


Diego Armando Maradona (60) había eludido varias veces a la muerte con la misma habilidad que en el campo de juego se sacaba de encima a cuanto rival que se le ponía enfrente. Ahora no pudo. Una descompensación, de acuerdo a informaciones preliminares provenientes de Argentina, se llevó la vida del Pelusa. La conmoción mundial es absoluta.

El astro argentino, considerado por muchos como el mejor futbolista de la historia, vivió siempre al filo. Del reglamento y del peligro. Conoció el cielo y el infierno. Levantó la Copa del Mundo y fue sancionado por doparse. Y quizás por esa relación con los elementos que configuran la religión llegó a ser considerado una deidad pagana, imperfecta, claro está, por sus devotos más radicales. Aquellos que incluso llegaron a levantar una iglesia en su nombre. El primero de sus goles ante Inglaterra en el Mundial de 1986, trampa de por medio, pasó a la historia como la Mano de Dios. El segundo, cuando superó a medio equipo británico, se transformó en la mejor anotación de la historia de los mundiales. Esa contradicción que marcó su vida. Y que terminó con ella.

Hacía rato que el Pelusa, el apodo que le pusieron en su más tierna infancia en Villa Fiorito (“un barrio privado... privado de agua y de luz”, como lo definiera en una de sus tantas intervenciones públicas, algunas muy lúcidas y otras no tanto, pero igualmente inolvidables) venía mal. Su relación con la cocaína, de la que dijo haber salido, aunque cambió la adicción por otra, el alcohol, contribuyó decisivamente al deterioro de su condición física y mental. Por momentos, a Maradona no se le entendía lo que hablaba, le costaba hilar ideas. Si bien aseguraba que hacía rato había dejado las drogas (“Que nadie se venga a poner la estrella de que sacó a Maradona de la droga. A mí me sacó Dalma”, repetía, en alusión a su hija mayor), sus apariciones públicas y esos balbuceos incomprensibles justificaban las dudas. Parte de su entorno desmintió, a mediados de 2019, que padeciera del Mal de Alzheimer. La versión había salido desde otro sector de una corte que siempre lo rodeó y profitó de sus bondades, traducidas en riquezas y comodidades, pero que nunca le supo poner freno a sus excesos. Que estrujó la gallina de los huevos de oro, seguramente la peor metáfora posible para definir a un bostero de corazón, a más no poder. Menos iba a detenerlo cuando cumplía 60 años, un aniversario simbólico cuya celebración fue una síntesis de su frenética vida: si hasta partió en caravana escoltada a dirigir a Gimnasia y Esgrima antes de entregarse al festejo y terminar en la clínica de la que salió para vivir sus últimos días en una finca en las afueras de Buenos Aires. Ni ahí tuvo paz.

El Pelusa había dejado de existir hacía rato. También Diego. O el Diego, como prefería que lo llamaran en una señal de cercanía y conexión con sus feligreses. Maradona, el personaje, le había ganado peligrosamente al futbolista que sembraba ilusión en cualquier cancha. Maradona se permitía todo. Y le permitían todo. Hasta las autoridades mundiales se rendían a sus pies y le pedía fotos y autógrafos. El astro se vinculó con controvertidos líderes. Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales y Muamar el Gadafi fueron algunos de los jerarcas más cercanos. A los que trataba de tú a tú. Como a los jeques árabes que le pagaron en dólares, oro y automóviles cuando dirigió en Emiratos.

Formado en Argentinos Juniors, su irrupción a mediados de la década de los 70 dejó en claro que se trataba de un elegido. En su libro autobiográfico contó, por ejemplo, que su romance con Boca Juniors partió el día que, siendo una promesa de la prodigiosa cantera de los Bichos Colorados, dominó un balón frente a la parcialidad xeneize, que lo ovacionó y lo instó a que continuará. “Que se quede, que se quede”, lo aclamaron, en su primer contacto con las ovaciones. El destino los uniría un par de años después. Y en un par de ocasiones más, en un romance que se hizo eterno. Maradona hasta tuvo un palco en La Bombonera y, si su familia lo acepta, sus restos pueden reposar en el cementerio del club.

El Barcelona, el Sevilla y Newell’s Old Boys también conocieron y disfrutaron de su talento, pero fue el Napoli el que supo, otra vez en la línea de la conexión divina, de los milagros del mejor Maradona. El club, hasta entonces acostumbrado a transitar entre los últimos puestos y la Serie B, se transformó en protagonista. De la mano de D10S (otro apelativo que recibió), consiguió dos scudettos, una Copa de Italia, una Supercopa local y la copa de la UEFA. Después del paso por Maradona, el Napoli nunca más ganó la liga peninsular ni celebró títulos a nivel continental.

Maradona fue puesto a la altura de San Genaro e incluso se le atribuyeron milagros. Su imagen aún adorna varias paredes de Nápoles y los hinchas todavía la cuelgan en las rejas del estadio San Paolo, el mismo que abarrotaron el día de su presentación y cada vez que jugaba el equipo. Si hasta la temida Camorra tenía consideraciones especiales para el ídolo. Maradona, el impredecible, se dio el gusto de rechazarles un automóvil convertible, inédito para la época, porque tenía transmisión automática y él prefería la manual. Esa anécdota, una de tantas que protagonizó, resume, otra vez, que tenía el mundo a sus pies. Y que los únicos límites que conocía eran los que se autoimponía. Ninguno más.

El último Maradona de hecho, estuvo rodeado de esa ínfula estelar. Nunca se supo cuál era su influencia real en los equipos que dirigió, pero nadie jamás se atrevería a dudar siquiera de que su sola presencia al borde de la cancha convertía en mejores a jugadores discretos.

Nunca en la historia un técnico rival había sido aclamado en todas las canchas rivales y Maradona, otra vez, rompió el paradigma. Ningún ser humano había sido elevado a la categoría de dios. Y, sin embargo, Diego sí. Incluso, reescribiendo la ortografía. Ha muerto Maradona. El D10S del fútbol ocupa su lugar en la eternidad.

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