Viejas películas espaciales
En un mundo donde han desaparecido los video clubs y el presente eterno del streaming ahoga cualquier clase de tradición o pasado cinematográfico, vale la pena aferrarse a los clásicos cuando se dejan ver en alguna estantería virtual.
La semana pasada volví a ver Dune (1984) de David Lynch. Hace poco la pusieron en Amazon sin demasiado estrépito; un clásico invisible presentado como un relleno antes que una novedad. Por supuesto, nadie pareció acordarse de ella. Lynch la filmó para Dino De Laurentiis, no la pasó bien en el rodaje y por ahí circula el corte de una edición que ni siquiera quiso reconocer y que firmó como Alan Smithee. Por supuesto se trata de una obra extraña, cuya rareza quizás haya sido olvidada porque se trató de un fracaso comercial y porque después el director volvió con Terciopelo azul (1986) y se convirtió en el cineasta que todos conocemos: el artista de los monstruos que acechan en el suburbio, el surrrealista de los donuts, el narrador policial que busca pistas en sueños rotos.
Dune estuvo antes. Era un blockbuster, una cinta gigantesca basada en una novela gigantesca también. Frank Herbert la había escrito en los sesenta y sin quererlo había resumido su época casi como una fotografía de alta resolución en un libro lleno de viajes espaciales como viajes astrales, guerras sagradas, venganza, juegos políticos y un planeta desértico habitado por gusanos gigantes; todo coronado por un protagonista que era como Cristo, el Rey Arturo y Edipo juntos. Fue un éxito. Jodorowsky trató de filmarla en los setenta: se perdió en la picaresca de una producción infinita y terminó usando las ideas que tenía para la adaptación para sus cómics.
La Dune de Lynch también fracasó pero de otro modo. Sus efectos especiales no eran tan buenos, sus personajes se movían dentro de decorados que parecían palacios arruinados y las batallas más importantes eran las que sucedían en la conciencia de los protagonistas, producto de algún trip. De este modo, la cinta era apenas otra forma de bocetear las imágenes personales del director, una exigencia que cumplir antes de poder poner en pantalla las imágenes que vendrían en el futuro. Por lo mismo, Dune no destronó a Star Wars, ni desbancó a Spielberg y Lucas. No había mensaje alentador sino lo contrario: una space-opera surrealista que apenas se entendía a sí misma. No tenía cómo volverse un éxito popular; ni servía para vender juguetes, no había forma de hacer merchadising con los guerreros fremen o los miembros de la Casa Harkonnen. Porque, como bien recordé la semana pasada, Lynch nunca dejó de ser él mismo en la película; la trama de la novela de Herbert apenas le interesó, lo mismo que filmar una obra con voluntad masiva. Nada de eso hay en su relato. O sí, eso está pero no importa demasiado pues es apenas la cáscara de otra cosa que nunca sabemos muy bien qué es pero que actúa sobre el espectador como el eco de algo ominoso e indiscernible; algo que aparece en el rostro impasible del Paul Atreides interpretado por Kyle McLahan pero también en todas las escenas donde escuchamos pensar a los personajes y en esos momentos del montaje donde las acciones parecen transcurrir en una lentitud no exenta de extrañeza.
Todo lo anterior me pareció deslumbrante. En un mundo donde han desaparecido los video clubs y el presente eterno del streaming ahoga cualquier clase de tradición o pasado cinematográfico, vale la pena aferrarse a los clásicos cuando se dejan ver en alguna estantería virtual. De hecho, quizás escribo sobre Dune por eso, porque avanzar en su mundo ficticio implica recorrer las salas del museo de un cine ahora imposible. De hecho, cualquier estudio hubiera sacado a patadas a Lynch del proyecto incluso antes de empezar a filmar. Pero mi generación creció con estos fracasos hermosos, con estas viejas películas espaciales que ahora vuelven como avatares de nuestro propio tiempo recobrado. Aprendimos una lección ahí, cuando vimos a nuestros artistas favoritos equivocarse y cambiar el rumbo una y otra vez, buscarse a sí mismos en los encargos, huir de la escritura del comité. Algunos no volvieron; otros acomodaron su escala. Muchos revisamos estas obras una y otra vez persiguiendo secretos que quizás no existían, haciendo conexiones, hurgando en sus imágenes como tramas secretas cuya revelación solo existía en nuestras cabezas. Con eso, comprobamos que la belleza también existe en la lengua con la que conversan la ruina y los fantasmas; en una novela que pierde el rumbo, en la locura de proyectos que solo pueden proyectarse desde su propio abismo; en la catedral vacía de una historia no terminada.
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