Werner Herzog y el suelo bajo sus pies
Este 27 de noviembre el director de Fitzcarraldo visita Santiago. Va a participar en el ciclo La Ciudad y las Palabras, donde hablará de sus ficciones y documentales. Y donde tal vez se mencione uno de sus hitos más extraños: el diario de vida que registró una demencial marcha a pie entre Alemania y Francia.
"Si realmente logro llegar, nadie va a saber lo que significó este viaje", anota Herzog en su libreta, refugiado de la lluvia en un bosque de abetos cercano a un lugar llamado Kirchberg-Hasberg-Loppenhausen. Al momento de escribir esas líneas, Werner Herzog tiene 32 años de edad, es una de las grandes estrellas del Nuevo Cine Alemán y ya tiene en su biografía tres películas de talla internacional: Señales de vida (1968), Incluso los enanos comenzaron desde pequeños (1970) y Aguirre, la ira de Dios (1972). Antes que acabe ese lejano año de 1974 además estrenará El extraño caso de Kaspar Hauser.
Pero antes de eso, Herzog tiene que caminar más de novecientos kilómetros bajo la lluvia, el viento y la tristeza de la ruta entre Munich y París. No es que quiera hacerlo, explica varias veces. Tiene que hacerlo. Si no lo hace, si duda, si desiste a medio camino, su amiga Lotte Eisner morirá de la enfermedad que la tiene postrada hace días.
Este es el pensamiento mágico que mueve las piernas de Herzog. Un pensamiento que no sólo le incluye a él en tanto individuo sino además -al menos así lo dice en las páginas de su diario- a todo el futuro del cine de su país. Porque Lotte Eisner no es simplemente su amiga. Es también la más prestigiosa y respetada académica audiovisual germana, autora del libro La pantalla demoníaca (1952), que puso en perspectiva y quizás salvó de la ignominia post-nazi al cine expresionista alemán.
Esa es la mujer que morirá si Herzog no camina más de novecientos kilómetros. Esa es la certeza del cineasta y es una seguridad feroz que tiene mucho de manda católica pero también de fe pagana: "Cuando camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña".
Del caminar sobre hielo (publicado en Chile por Hueders el año pasado) es un libro de 82 páginas editadas a partir del diario que Herzog llevó en su libreta durante esos días. Es un libro que transmite el estado alucinatorio en la cabeza del director/peregrino, pero que también captura el tiempo muerto, la abulia, la pereza bovina de los territorios y comarcas que la generación de Herzog acostumbraba a cruzar por el aire o en vehículos motorizados.
El director de Fata Morgana, maestro en el arte de buscar la revelación a través de la perspectiva que da el ojo desnudo, no puede dejar de notar lo distinto que lucen los paisajes y las personas cuando se les mira desde el trote cansino del peatón. "Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos en los que vamos sentados" dice mientras esquiva animales muertos y basura al costado de la carretera.
Su viaje puede ser una prueba de resistencia física, pero además tiene mucho de meditación y de estoicismo oriental. Herzog se encuentra con distintas personas en la ruta. Algunos le ofrecen un consejo, una dirección, incluso una noche de alojo en una cabaña. Pero las palabras de esas personas no quedan registradas. Son fantasmas, accidentes de ruta como también lo son los frecuentes aguaceros o los gritos de pájaros invisibles que Herzog escucha a menudo y que tal vez sólo existan en su imaginación.
Caminar sobre hielo es una actividad arriesgada pero, sobre todo, es una actividad solitaria. La promesa del director de recorrer esos cientos de kilómetros sin subirse a un auto a cambio de la recuperación de su amiga no acepta compañeros de viaje. El camino de perfección se hace en soledad y el único personaje real del diario -aparte de la voz descriptiva, casi telegráfica, de su autor- es la misma Lotte Eisner cuando ambos finalmente se encuentran en las últimas páginas.
Eisner (espero que nadie considere esto un spoiler) sobrevivió su enfermedad y vivió hasta 1983. Ella y Herzog siguieron siendo amigos hasta su muerte y jamás volvieron a referirse al tema. Herzog no volvió a cometer un acto o prueba de resistencia similar a la caminata de Munich-París (aunque sí estuvo a punto de matarse en un par de películas) y hoy es una leyenda viviente al nivel de Bertolucci o Godard.
¿Por qué podría interesarle a alguien leer más de cuarenta años después las divagaciones del director alemán durante su travesía? Porque un acto de fe, como bien lo supiera el autor del Eclesiastés, no puede ser ocultado. Y aunque Herzog no haya identificado a un dios específico a la hora de ofrecer su manda, al leer Del caminar sobre hielo se tiene la sensación -o el falso recuerdo- de estar leyendo a uno de los aguerridos profetas del Viejo Testamento. A esos olvidados señores del desierto, que no tenían nada para negociar con Dios salvo la tortura de sus cuerpos.
Herzog termina su caminata con sus pies hinchados sobre una silla. En su bolso guarda las notas del viaje, aquellas que no pensó publicar jamás hasta que un editor le hizo cambiar de idea cuatro años más tarde. Ha torturado su cuerpo, ha cumplido su palabra y ha llegado al final de su periplo. Tal vez recorrer el tramo Munich-París no haya sido la acción más importante de la vida de Herzog, pero leyendo su diario, a veces se tiene la sensación de que esos días bajo la lluvia fueron el momento en que el artista entendió su obra, su futuro y su credo.
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