11/S: Crónica del día en que cambió todo
Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 derribaron algo más que aviones y edificios. Se cayó una manera de ver el mundo, sus relaciones internacionales, sus amenazas, paranoias y lógicas de enfrentamiento. Y la realidad que nació ese mismo día lo hizo en vivo y en directo, para todo el planeta. Esto es lo que sucedió en la fecha más relevante de la historia reciente.
Era una mañana hermosa. La vista sobre la isla de Manhattan debe haber sido espectacular. El celeste furioso del cielo apenas salpicado de unas nubes de un blanco imposible, las torres orgullosas y omnipresentes coronando cualquier postal del sur de la ciudad. Para entonces, sin embargo, cuando la iconografía neoyorquina apareció demasiado cerca en sus vibrantes ventanas de resina acrílica, los pasajeros del Boeing 767 del vuelo American Airlines 11 ya sabían que todo iba muy mal.
Los 92 pasajeros y tripulantes a bordo habían despegado faltando un minuto para las ocho de la mañana desde el Aeropuerto Internacional Logan, en Boston, preparándose para unas nueve horas de vuelo. Pero sólo 15 minutos después de que el avión escondiera su tren de aterrizaje todo cambió. Tres hombres en business class y dos en primera clase saltaron de sus asientos con el “ding” que indicaba que el cinturón de seguridad ya no era obligatorio. Atropellaron su paso hacia la cabina de los pilotos, acuchillando a las tripulantes Karen Martin y Barbara Arestegui, y cortando la garganta de Daniel Lewin, un empresario tecnológico de 31 años.
Según la exhaustiva recreación de los hechos que seguiría perfeccionándose durante años, es posible que Lewin, un israelí estadounidense que sirvió cuatro años en las Fuerzas de Defensa de su país, intentara detener a los secuestradores, y fuera atacado por Satam al-Suqami, quien estaba sentado directamente atrás suyo, en el 10B. Otra posibilidad es que lo haya matado antes de cualquier provocación, como una manera de amedrentar al resto. Fue el primer muerto en un día en que la lista de fatalidades llegaría casi a los 3.000.
Con los secuestradores encerrados en la cabina de los pilotos, la azafata Betty Ong se abrió camino hacia un intercomunicador y llamó a la línea de emergencias de American Airlines. “Nadie sabe quién acuchilló a quién y ni siquiera podemos pasar hacia la clase ejecutiva, porque no se puede respirar. Y no podemos llegar a la cabina de los pilotos, que está cerrada”. Eran las 08:19.
La llamada de Ong hizo que ese ruido incomprensible que los operadores de la torre de control de Boston habían escuchado dos minutos antes desde el AA11 cobrara sentido. Era un grito. Tras el aviso de la tripulante de cabina, los operadores insistieron en sus intentos por comunicarse con él, sin éxito. Ong y su compañera Amy Sweeney entregaron algunos más detalles a la torre de control. Como por ejemplo que los pasajeros en clase económica no entendían muy bien de qué se trataba la trifulca en la parte anterior del avión.
A las 08:24 el nuevo hombre a cargo se presentó al mundo. La voz de Mohammed Atta, terrorista egipcio de 33 años, que había llegado al país en junio del año anterior para aprender a pilotar aviones, resonó en la torre de control de Boston un mensaje a sus pasajeros: “Tenemos algunos aviones, sólo quédense tranquilos y estaremos ok, vamos de vuelta al aeropuerto. Nadie se mueva, si intentan algo perjudicarán a todo el avión y a ustedes mismos. Sólo quédense quietos”. Dos minutos después, Atta, considerado el líder de toda la operación terrorista de ese día, giró el Boeing rumbo al sur. Alterados, los operadores en Boston contactaron al comando central de la Defensa Aérea, desde donde ordenaron a dos jets F-15 interceptar el vuelo comercial. Pero cuando el primero de ellos recibió el ok para despegar desde la Base Aérea Otis, en Massachusetts, un minuto después de que el resto del mundo se enterara de que algo estaba pasando.
Eran las 08:46 el Boeing se estrelló a 748 kilómetros por hora en la cara norte de la Torre Norte, la número 1 del World Trade Center. El impacto entre los pisos 93 y 99 de un avión cargando 38 mil litros de combustible desató un infierno, mató de una vez a cientos de personas y notificó a quienes ocupantes de los pisos superiores de una muerte segura. Los que no murieron en el impacto murieron quemados o asfixiados. También hubo quienes saltaron, multiplicando la consternación de los agitados neoyorquinos que para entonces no podían sacar sus ojos del edificio en llamas. Quienes estaban en los pisos inferiores iniciaron un desesperado descenso de un edificio en llamas, con los ductos de los ascensores convertidos en enormes chimeneas. Algunos lograron salir. A esa hora había empezado la tragedia. También había empezado una de las transmisiones televisivas más impactantes de la historia del medio.
La televisión de todo el mundo fueron uniéndose al coro: algo pasó, aparentemente un accidente, parece que fue una avioneta. Fue lo mismo que informaron al presidente George W. Bush cuando llegó a las 08:55 a la Escuela Emma E. Booker, en Sarasota, Florida, para promocionar la lectura infantil junto a un grupo de preescolares. Primero su jefe de gabinete, Andrew Card, en persona, y luego su Asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, desde la Casa Blanca, reproducen la versión de la avioneta, aunque esta última corrige un poco después: “Fue un avión comercial. Es todo lo que sabemos por ahora”.
Los canales estadounidenses habían dejado fija la cámara en la hermana humeante de las Torres Gemelas, y el resto del mundo reprodujo la señal. Cuando hombres y mujeres ancla de todo el mundo acompañaban la imagen con especulaciones y promesas de más detalles por venir, vino algo más rotundo a despejar dudas. En vivo y en directo para todo el mundo con pantallas, un segundo avión se estrelló contra la cara norte de la Torre Sur. El vuelo 175 de United Airlines, un 767 que también había despegado desde Boston hacia Los Angeles, impactó entre los pisos 77 y 85, matando a sus 65 ocupantes, incluyendo a sus cinco secuestradores. Eran las 09:03 y el coro cambiaba de tono: esto es un ataque terrorista.
El impacto fue transmitido y registrado desde múltiples ángulos. La tragedia tenía su clip instantáneo - “como en una película”, repetirían millones de personas una y otra vez-, y los terroristas, el premio mayor de la amplificación planetaria. Y eso que recién empezaban.
A las 09.05, cuando se disponía a leer “La Cabra Mascota” a los niños de Sarasota, Bush fue interrumpido por su jefe de gabinete: “Un segundo avión impactó la segunda torre. América está siendo atacada”. Bush decidió quedarse sentado (para no asustar a los niños, explicaría más tarde), asintiendo con la cabeza mientras escuchaba a la profesora, Sandra Kay Daniels, pero claramente “como en otro mundo”, según recordaría la maestra. Minutos después el presidente se movió a una sala con un televisor y un teléfono, escoltado por el servicio secreto, y comenzó a hablar con su equipo. Cuando eran las 09:15 el mundo comenzó a conocer parte de la historia. La cadena NBC reveló que los aviones habían sido secuestrados. Sólo dos minutos después, el periodista de CBS News Jim Stewart difundió el nombre del grupo sospechoso más probable: Al Qaeda.
Para esa hora, los controladores aéreos estaban embarcados en una frenética búsqueda por más vuelos incomunicados. Cinco terroristas ya habían tomado el control del vuelo United Airlines 175, que había despegado a las 08:20 desde Washington Dulles, en Virginia, camino a Los Angeles. Su destino: el corazón y símbolo del poder militar estadounidense: el Pentágono.
Cuando a las 09.29 el presidente Bush habló por primera vez sobre los ataques, todavía en la escuela de Sarasota y con un grupo de perturbados apoderados y niños como imagen de fondo, el ataque que condenó en los más duros términos fue el de las Torres Gemelas en Nueva York. Si hubiera tardado un par de minutos más, debería haber actualizado la información. A las 09:35 parece evidente que el UA 175 está bajo control terrorista y va camino al centro del poder: D.C. En la Casa Blanca, el vicepresidente Dick Cheney es evacuado por un túnel que lo lleva al Centro Presidencial de Operaciones de Emergencias, en el ala Este.
A esa misma hora, a las 09.37, UA 175 se estrella contra el lado Oeste del Pentágono. Además de sus 64 ocupantes, contando a los cinco secuestradores, murieron 125 personas en el edificio. Una cifra que pudo ser mayor de no ser por un detalle: en ese sector habían muchas oficinas que habían sido renovadas y estaban vacías.
Si autoridades, analistas y el multitudinario universo de quienes le hablaban a los millones de personas pegadas a las pantallas se habían preguntado por la posibilidad de más ataques, la noticia del Pentágono sirvió de rotunda confirmación. Si el Pentágono no era seguro, ningún lugar lo sería. Además, el atentado abrió otra inquietud: después del ícono del poder económico en Nueva York y el del poder militar en Washington, D.C, ¿qué vendría ahora? Las miradas se dirigieron a ambos lados del Washington Mall: la Casa Blanca y el Capitolio.
La historia del vuelo United Airlines 93 se conoció sólo a retazos en un comienzo, lo que dio pie a muchas deducciones y especulaciones. No era para menos: el 757 había despegado desde Newark, Nueva Jersey, con destino a San Francisco a las 08.42. Los 42 minutos de retraso deben haber impacientando a los cuatro terroristas a bordo. Ese atraso además hizo que el piloto Jason Dahl alcanzara a escuchar la advertencia de un controlador aéreo de su compañía, a las 09.24: cuidado con las invasiones a la cabina, se estrellaron dos aviones contra el World Trade Center. Incrédulo, Dahl pidió confirmar que había escuchado bien. Todo debió haber cobrado sentido para él un minuto después, a las 09:28, cuando los terroristas irrumpieron en su puesto, el copiloto LeRoy Homer alcanzó a gritar a la radio: “¡Mayday! ¡Mayday! ¡Salgan de aquí!”. En dos comunicaciones sucesivas, a las 09:31 y a las 09:39, los secuestradores ahora a cargo parecen haber cometido el mismo error que se le atribuye a su líder, Mohammad Atta, en el AA 11: queriendo hablar a los pasajeros, se comunicó con la torre de control. El libreto era similar: hay una bomba a bordo, vamos de vuelta al aeropuerto, quédense quietos.
Usando los teléfonos a bordo, varios pasajeros llamaron o intentaron comunicarse con sus seres queridos. El más famoso de ellos: Todd Beamer, quien a las 09:47, cuando intentaba hablar con su esposa, describió la situación a una operadora telefónica, Lisa D. Jefferson. Luego anunció que junto a un grupo de pasajeros tenían un plan para saltar sobre uno de los secuestradores, que parecía tener una bomba. En una frase que se transformaría luego en una suerte de eslogan en medio de la fiebre patriotera que se desataría después, Beamer, hablando a alguien a su lado, dijo: “¿Estás listo? Okay. Let’s roll”. Todo según el recuento de Jefferson, la operadora.
Según recordaría el jefe subrogante de gabinete de la Casa Blanca, Josh Bolton, tras enterarse de que un avión en Pensilvania iba camino a Washington, un asistente militar fue donde el vicepresidente Dick Cheney y le pidió autorización para derribarlo. Cheney dijo que sí. El asistente pidió una tercera vez, para estar seguro. “Dije que sí”, fue su respuesta. Cuando cerca de las 10.15 Cheney autorizó que aviones de combate intercepten al vuelo comercial, que había desaparecido de la señal de radar, el desenlace ya había ocurrido. A las 10.03, tras el motín a bordo de los pasajeros contra los secuestradores -reconstruido a través de grabaciones de audio y llamadas de pasajeros a sus familiares- el UA se estrelló en un terreno vacío en Shanksville, Pensilvania.
Si la reconstrucción de la historia del vuelo UA 93 tomó tiempo, en Nueva York el drama seguía desenvolviéndose en vivo y en directo. A las 09.59, una nueva imagen pondría a prueba la capacidad de asombro mundial. 56 minutos después del impacto del UA 175, la Torre Sur del WTC colapsa por completo. No sólo la imagen sino el sonido lo que deja a los testigos estupefactos, mientras quienes están cerca huyen desesperados hacia el norte en medio de una densa nube de escombros. El destino de su gemela parece sellado, ante la impotencia de quienes aún intentan escapar de ahí y de los bomberos y policías que han acudido al rescate. Lo inevitable se concretó a las 10.28. Las Torres Gemelas habían desaparecido del horizonte de Manhattan.
Se acaba de declarar una guerra, un nuevo tipo de guerra. Esa tarde, mientras el humo de los escombros y un persistente olor a carne quemada que duraría por días cubrían el sur de la isla, miles de neoyorquinos caminaban como zombies hacia el norte o cruzaban los puentes hacia Brooklyn. A las 17.20 el último de los edificios colapsó, el WTC 7, que había comenzado a incendiarse con los escombros incandescentes de sus hermanas mayores.
Ni el país ni el resto del mundo podía saber entonces si vendrían más ataques, y esa sensación -y la paranoia- duraría por años. El resto de Estados Unidos comenzaba a tejer historias heroicas sobre víctimas y rescatistas mártires, y el gobierno de George W. Bush empezaba a planificar su ataque a Afganistán -refugio de Al Qaeda-, imprimía el rostro de Osama Bin Laden por doquier con la leyenda “Se Busca” y comenzaba a construir un caso para invadir Irak. Comenzaba el mundo post 9-11 en el que vivimos desde entonces. El que vimos nacer en directo.
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