Lo dice Ainhoa Vásquez Mejías en un diccionario de teoría literaria de próxima aparición. Le encargaron una entrada que llamó “Confusiones de lo narco: narcocultura, narcoestética, narcoficciones y otros narconceptos”, y lo primero que planteó es algo con lo que viene machacando desde hace un tiempo: “Hablar de narco parece fácil. Anteponemos el prefijo narco y parece que ya clasificamos todo”.

Pensando en México, país en el que esta chilena vive desde hace 16 años, agrega en el texto: “De pronto el narcotráfico entero, el crimen organizado en su más general acepción empezó a incluirse en una misma noción con la que creíamos que entendíamos y manejábamos el tema como expertos. Pero hablar de narco no es algo tan sencillo cuando apenas somos capaces de diferenciar el narco de lo narco; el problema real de sus manifestaciones culturales; sus expresiones culturales de sus representaciones ficcionales”.

Doctora en Literatura por la UC, Vásquez es profesora e investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la U. Nacional Autónoma de México (UNAM). Autora del libro No mirar: Tres razones para defender las narcoseries (2020) y editora de Narcocultura de norte a sur. Una mirada cultural al fenómeno del narco (2017), advertía y sigue advirtiendo sobre cierta tendencia a pensar que todo es narcocultura. La narcocultura, previene, “tendría que hacer referencia exclusivamente al modo de vida de los narcos: a la idiosincrasia, a la ideología de los narcos. Es un estilo de vida muy particular que se genera desde los narcos y para los narcos. No para el resto de la población civil. Es su modo de vida, su propia cultura”.

“Dentro de la narcocultura”, prosigue el argumento, “tendríamos que incluir los funerales de los narcotraficantes, los fuegos artificiales -que es algo muy chileno que no pasa en otras partes del mundo-, las fiestas (cuyo carácter en México es muy distinto al de Chile). Su forma de vida, su forma de habitar el mundo, de habitar la ciudad”.

Funerales narco con claras señas de identidad había ya en los 60, observa Vásquez. La foto corresponde al funeral del “Ñaju”, el 21 de marzo, en Valparaíso.

Hay algo que se confunde, remata hoy la entrevistada vía Zoom entre la erudición y la jovialidad, “con los varios tipos de narcoficciones, como las narcoseries o la narcoliteratura. Y está la narconarrativa: hay cosas que están un poco a caballo entre la ficción y la realidad, como la crónica o los documentales, o incluso la música, que en el caso mexicano implica que los narcocorridistas son parte de la nómina pagada por los carteles y se dedican a cantarles y a alabar a los narcos”.

Importa hacer la precisión, piensa, “porque la narcocultura es producida por los narcotraficantes y va hacia los narcotraficantes, mientras las narcoficciones son producidas por gente que no es narcotraficante, destinada a quienes tampoco lo somos”. Y eso, remata, “pasa también con la música [urbana] en Chile, como si fuera narcocultura, y yo no creo que la música sea narcocultura”.

¿Qué patrones sigue, entonces?

El caso mexicano es sumamente claro: los narcocorridistas son parte de la nómina de los carteles. Uno de los cantantes más importantes de este tipo de música fue “El Gallo de Oro”, Valentín Elizalde, que era parte del cartel de Sinaloa. El Chapo [Guzmán] le pide que escriba una canción a sus enemigos del cartel del Golfo, en [el estado de] Tamaulipas, y lo hace ir a Tamaulipas a dar un concierto. Y el concierto lo abre cantando A mis enemigos, y cierra cantando A mis enemigos, y a la salida del concierto lo acribillan. Los narcocorridistas en México cumplen la función de llevar mensajes, de alabar a los narcos, o de contar algún suceso importante que haya pasado con respecto al narco..

En el caso chileno, efectivamente han pasado algunas cosas. Tenemos algunos cantantes y productores que han estado vinculados al narcotráfico: al menos una vez al año aparece un cantante de música urbana vinculado al narcotráfico de una u otra manera. ¿Y qué dice de inmediato la prensa? Que en los videos sale tal cosa, o que en tal canción se cantaba tal cosa, y de inmediato lo vinculan con el narcotráfico real. Pero, de partida, esta no es una constante: no podemos decir que toda la música urbana tiene que ver con el narco. E incluso cuando tienen que ver con el narco, yo diría que son narcoficciones: están contando una realidad que están ficcionando. De hecho, muchos de ellos ni siquiera viven ya en la pobla: hablan de la pobla, cuentan lo de la pobla, pero como lo hace un literato, como lo hace un novelista. No estamos diciendo que Mario Silva Mera, que es un narrador del tema de la pobla -un “narcoescritor”, si seguimos jugando con el prefijo- esté ligado al narcotráfico. Boris Quercia tiene cuatro novelas, tres de las cuales son de narcoliteratura, y no estamos diciendo que él está ligado con el narcotráfico. Pasa lo mismo con estos cantantes, aunque tal vez muchos vienen de esa realidad.

Declaró en 2021 que Chile es un lugar “propicio para el narcotráfico”...

Y lo sigo creyendo: por la geografía – es un muy buen lugar de paso-, por el lavado de dinero y, principalmente, por los niveles de consumo. Es innegable que ha habido un incremento del narcotráfico en Chile, así como de la violencia, pero creo también que el enfoque del gobierno actual ha sido adecuado en el sentido de darle prioridad al tema de la salud pública. Todavía es muy incipiente, por supuesto, pero creo que [el subsecretario de Prevención del Delito] Eduardo Vergara lo ha hecho bien en sentido de buscar las formas de enfocarlo en la salud pública y no tanto en la seguridad interior.

No podemos hacer todavía un balance real, pero me parece que el enfoque claro es el de tratar de controlar el consumo. Es muy difícil que en cualquier país se detenga el avance del narcotráfico, y cuando hay narcotráfico la violencia va asociada. Es muy difícil tener estrategias claras y concretas, pero llevarlo a la salud pública podría ser al menos una forma de controlarlo.

¿Diría que la expansión en poblaciones y barrios es más la del negocio del tráfico que la de una cultura asociada?

Es que los narcos, creo, ahora son visibles y antes no lo eran tanto. Ese es tal vez el rasgo principal de esta narcocultura. Antes no sabíamos bien cuál era la forma de vida de los narcotraficantes. También, obviamente, ha habido una influencia extranjera. Antes los traficantes chilenos eran personas de muy bajo perfil, y no sabíamos realmente cuál era su estilo de vida, no sabíamos qué era la narcocultura. Pensemos en los años setenta, ochenta. Teníamos casos como el del “Cabro Carrera”, pero no teníamos grandes líderes de carteles o de bandas criminales. Seguían viviendo en sus poblaciones o se iban a vivir a los barrios altos pero en casas que no eran súper lujosas (con ciertas excepciones, por supuesto). Y cuando el “Señor de los cielos”, Amado Carrillo Fuentes, se instala en Chile, se instala en una súper mansión, pero ni siquiera alcanza realmente a ocuparla porque se tiene que escapar.

En Chile los narcofunerales ya existían en los años 60: se hacía el “funeral de muchacho”, esta procesión que pasaba primero por la cárcel para que lo despidieran los compañeros, y seguía la procesión hacia el cementerio. Eso ya lo teníamos, sólo que no era visible. No teníamos este factor mediático que tenemos hoy, cuando se graba en los celulares los fuegos artificiales, la fiesta. El “funeral de muchacho” es chileno, no pasa acá en México, igual que los fuegos artificiales. Son cosas que sabíamos que existían, pero que hoy se han hecho mucho más más visibles. También los traficantes chilenos han querido hacerse más visibles. Eso sí tiene que ver, yo creo, con una llegada de la narcocultura extranjera, y con eso me refiero a la vida de narcotraficantes que obviamente no cambian su cultura porque llegan a Chile.

El juego de ostentar

En directa relación con lo anterior ve Vásquez el fenómeno de la ostentación (“de las armas, de las joyas”), aunque “de las mujeres todavía no tanto”. Chile le parece “un país más avanzado en términos de género que otras partes del mundo, por lo que sería peor visto utilizar a la mujer como parte de las propiedades que se ostentan”.

Eso sí, hay que tener cuidado con los estigmas “porque también hemos sido influidos por la narcocultura: cada vez es más frecuente que la gente quiera andar con la cadena de oro, aunque no seas narcotraficante, o andar con marcas como Gucci, que son muy comunes. Tiene que ver también con un poder de de adquisición que no necesariamente pasa por el narcotráfico. Alguien querrá tener una Hummer, y no es algo que venga del narco, sino que viene del capitalismo, y todos queremos ser parte del capitalismo”.

¿Cómo convive la denuncia social con el hedonismo que lo quiere todo y lo quiere ahora?

Creo que esa parte está, pero es esa parte plenamente capitalista, ese deseo construirme a mí mismo, de que soy imbatible y voy a poder hacer cualquier cosa y nadie me va a poder detener. Es un discurso permeado por la estética narco, sí, pero no es necesariamente propio del narco. También lo vemos en Mad men.

Pero también es capitalista decir que tienes que trabajar duro para cumplir tus sueños. ¿No es un poco laxa la etiqueta?

Es un poco laxa, por supuesto, pero funciona en el sentido de decir, preocúpate del ahora, vive en el presente, lo puedes lograr y no importa el futuro, y todo permeado por la estética narco que antes se consideraba de mal gusto. Nadie de la clase alta iba a andar con una cadena de oro gigante, porque se consideraba kitsch, y ellos reivindican este mal gusto y esta idea de la ostentación.

¿Incide acá la vieja fascinación de los chicos buenos por los chicos malos?

Siempre hemos sentido una atracción por el villano. De las telenovelas no nos acordamos casi nunca de los protagonistas, sino de los villanos (cuando son memorables). Hay una función catártica en la ficción: yo no lo voy a hacer, pero nos gusta que otra persona, ficcional, lo haga. Ahí se diluye esa ansia de hacer lo prohibido. No podemos negar que tenemos una naturaleza violenta, que nos gustaría el peligro, nos gustaría lo salvaje, pero no lo vamos a hacer.

¿Qué pasa con la marginalidad como insumo?

Alguien de clase media, e incluso de clase alta, puede perfectamente escuchar la música urbana chilena. Algo te produce, y eso que te produce también es una idea de identificación, tal vez no es la identificación de vivir en la pobla, pero sí en el sentido de la libertad que expresa para ti.

FOTO: Vangelis Psaris

¿No se trata, entonces, de que esta cultura facilite la expansión del narco? ¿Es una percepción de los noticiarios?

Creo que es más una falsa alarma que una realidad. Es como cuando decíamos que los videojuegos eran los culpables de la violencia. Hay algo unidireccional en pensar que a la gente le das un mensaje y la gente es tonta, y entonces te va a hacer caso, como si no tuviera pensamiento u opinión propios; que es tan influenciable por cualquier tipo de medio que va a ver un tipo con una pistola y vas a decir, voy a ir a salir a matar con esa pistola.

No digo que no haya una influencia, creo que la hay, pero tal vez consista en que uno vea una pistola y diga, me gustaría tener algo similar a una pistola, voy a ir a jugar láser. Si las cosas fueran tan fáciles, la vida sería súper simple y bastaría con prohibir las ficciones y ya, y no tendríamos violencia, no tendríamos narcotráfico. La gente no es una caja vacía que llenas con una ficción.

¿Hacia dónde apuntaría para encauzar la inquietud que generan estos fenómenos?

Yo los pararía en la realidad, no en la ficción. Los pararía con políticas públicas para tratar de detener el consumo. En México se intentó en algún momento legalizar las drogas, en los años 40, pero Estados Unidos le hizo un embargo de medicamento, y esto duró como dos semanas. Pero sabemos de iniciativas exitosas al respecto en países que lo han enfocado más en la salud pública, donde te dan droga con una receta y se controla el consumo, y si eres heroinómano te dan una jeringa para que te inyectes aquí, controlado, seguro, hasta que logres salir de la adicción.

Respecto de la ficción, creo que los productores de series y los cantantes podrían potenciar la parte crítica. Soy una gran defensora de las narcoseries porque creo que han sido mucho más críticas que cualquier otro tipo de ficciones, y es muy evidente su crítica social: hablan de los problemas de cada país. En México han contado una historia distinta de la oficial, te hacen preguntarte por tu rol político y son algo que se ve en familia, con amigos o con la pareja y se conversa. Lo que hizo AMLO, finalmente, fue prohibir las narcoseries. Fue un gran error

En Chile, [la serie] Prófugos fue eso: una gran narcoserie a nivel político y social. Con el tema narco, con la estética narco, creó una narcoficción en un país donde no tenemos ese nivel de influencia de los carteles. Era una pantalla para hablarte de otros problemas: el problema del Estado con el pueblo mapuche, el problema de los de los estudiantes, el neoliberalismo en Chile. En mi mundo ideal, yo sería partidaria de que las narcoficciones siguieran existiendo, pero que estuvieran todavía más orientadas a lo social y lo político.

¿Cómo ve la expansión cultural e identitaria del narco en Chile?

En ningún caso niego que hay más violencia, que hay mucha más visibilización de la vida narco, o que eso que parecía que pasaba en ciertos espacios, ahora pasa en todo Santiago. Hay un fenómeno muy nuevo, hay tecnologías que lo muestran y hay, sin el menor ánimo de criminalizar a los migrantes, delincuentes extranjeros que se están instalando y que permean la propia narcocultura chilena. Hay una cierta transculturación del narco en Chile. Por supuesto, no es que la opción sea cerrar las fronteras. Hay que atacar la realidad.

¿Como el consumo?

Hace muchos años que no vivo en Chile. Cuando chica, me decía mi mamá que a la salida del colegio me iba a encontrar con un señor que me iba a poner un parche [con droga]. Nunca conocí a nadie que le haya pasado. Voy por lo menos una vez al año a Chile, y desde hace unos cinco años estoy viendo este fenómeno: voy a cualquier fiesta, a cualquier restaurante, a cualquier parte, y puedo conseguir droga. Y cualquier tipo de droga: desde marihuana y hongos hasta tussi, fentanilo y cosas mucho más más fuertes que nunca en la vida había visto. En México no pasa así. porque México no es un país consumidor como Chile. En México cuesta conseguir droga: cuesta mucho.