Empecemos por lo primero, por la materia básica de este encuentro: la libertad de expresión. En este momento, y con la excepción de los regímenes capaces de bloquear sus comunicaciones, no me parece que tengamos un problema de libertad de expresión. Al revés, el problema puede ser que estemos sobresaturados de expresión. Si los mensajes expresivos que circulan en el espacio público digital se pudiesen colorear, digamos, de rosa, el mundo se vería como una gran bola rosa, de un rosa compacto.

Tampoco creo que tengamos un problema de libertad de prensa, de nuevo con las excepciones conocidas y contra las cuales debemos seguir luchando, porque nadie lo hará por nosotros.

Lo que tenemos es algo anterior a eso: la supervivencia de los medios de prensa. Y la razón es que el modelo de negocios que hizo posible el desarrollo de esos medios se ha desplomado. O, si se prefiere, les fue arrebatado a los medios por otros medios, también de comunicación, aunque de un tipo distinto de comunicación.

Ese modelo se basaba en que el medio convocaba a un público, más o menos fiel, y luego vendía espacios a las marcas (intermediadas por publicistas) que querían llegar a esos públicos. Para ello, los medios competían según estrategias de diferenciación o de desplazamiento, como casi todas las industrias productivas, y por ello tendían también, simultáneamente, a la dispersión y la concentración empresarial.

Los nuevos medios –las plataformas que soportan redes digitales– hicieron lo mismo, de un modo sigiloso: primero quitaron a los medios tradicionales sus contenidos, para venderlos directamente, y después los han ido sustituyendo con contenidos propios. Quien se imaginó esto, nada menos que en 1995, fue Nicholas Negroponte, fundador del Media Lab del MIT, con el proyecto Diario Yo (Daily Me). Este diario le ofrecería a un lector una selección únicamente de aquello que le interesaba, un diario “a medida”. Era una utopía, hasta ahora no cumplida. Pero todavía hoy, Google mantiene un sitio llamado Google Noticias que es un agregador de contenidos publicados por medios tradicionales con un anzuelo: la “personalización”. En general, es un sitio bastante malo y la “personalización”, una promesa muy imperfecta.

¿Por qué digo “sigiloso”? Primero, porque esta operación, una de las más gigantescas de la historia, se realizó en silencio y ante la perplejidad, mezclada con ignorancia, de los medios tradicionales. Segundo, porque la oferta principal para capturar al público fue la supuesta gratuidad. Pero, sobre todo, porque nadie supo que el primer negocio era solo la tapadera del negocio más importante: la captura de los datos del público. Estos datos, no hace falta decirlo, son mucho más valiosos que los medios con que los consiguen.

La ola comenzó en la segunda mitad de la década de los 90, que fue –recordemos– la gran década del liberalismo, cuando se promovía el libre comercio, retrocedían las fronteras y se expandía la democracia. Para cuando los grandes medios tradicionales se dieron cuenta de lo que les estaba pasando, ya era muy tarde. La mayoría no alcanzó a diseñar una estrategia de resistencia, ni menos un nuevo modelo de negocios. Durante el último cuarto de siglo se ha producido una masiva mortandad de medios tradicionales en todo el mundo, con despidos colectivos y un amplio desconcierto entre los periodistas.

Pocos medios tradicionales lograron resistir. La primera razón es que disponían de espaldas financieras. La segunda es que también lograron que sus públicos aceptaran una nueva relación: ahora serían los principales destinatarios del medio, y no solo un conjunto de números para vender a las agencias de publicidad. Fue el caso de The New York Times. En 2022, cuando parecía una norma que el nuevo sistema informativo se debía constituir de noticias breves, rápidas y fugaces, este diario había alargado sus historias y ampliado sus capacidades de investigación, en lugar de reducirlas. Estaba convenciendo a sus públicos de que en sus páginas hallarían un tipo de información que no estaba disponible en ninguna otra parte. También estaba tratando de hacer un periodismo inigualable, indispensable para comprender el mundo, un ideal en el que todos crecimos, pero que muchos periodistas han ido olvidando, entre el desconcierto y el abatimiento.

En el origen ideológico de este desplazamiento se hallan muchos conceptos entrecruzados, pero la utopía dominante, como la han descrito desde Baricco hasta Žižek, desde Agamben hasta Innineraty, es la de la desintermediación, la eliminación de los intermediarios que vivían de ser vínculos entre la realidad y el individuo: los medios de comunicación, las compañías telefónicas, las imprentas, las agencias de publicidad, toda clase de agencias y consultoras.

Llevada a la política, la utopía de la desintermediación aspira a barrer con los representantes, esto es, con los políticos, los partidos, los sindicatos y los parlamentarios. La utopía supone que la realidad está a la mano y que solo estas instituciones impiden hacerla perfecta. Desde allí hasta las ideas de “democracia directa”, plebiscitos y consultas mediante un clic no hay ni siquiera un paso. De modo que la desintermediación, más que una idea, es una ideología. Y una ideología peligrosa, porque simplifica el mundo y porque viene con malas compañías: la negación de la verdad, el imperio del subjetivismo, los “hechos alternativos”, las fake news y toda esa banda maligna. Y también porque su objetivo son los ámbitos donde cree ver poder: la información, los medios, los parlamentarios, los profesores. No he oído todavía a quien proponga eliminar la intermediación de los médicos.

El periodismo fue, y sigue siendo, una disciplina de intermediación, lo que explica que en esta tercera década del siglo XXI se vea tan deslucido, fatigado y venido a menos. Se percibe a sí mismo como derrotado por el empuje de la desintermediación. El público parece no necesitarlo. Las fuentes de información están en otra parte. Pero, ¿en qué otra parte? En todo el mundo, los estudios sobre este asunto llegan a la misma conclusión: la principal fuente de información son los círculos familiares y de amigos, que se traspasan las noticias de manera breve, creíble y de fácil comprensión. Esto siempre fue así, probablemente, y los medios actuaban como verificadores. La verificación ha quedado ahora en las manos más inciertas de todas: la de las propias redes digitales. ¿Y de dónde la sacan? Adivinen. Si observan las fuentes de Wikipedia (no tengo nada contra ese sitio), verán que una mayoría son artículos de prensa y programas de radio o televisión.

De no ser por la tecnología, se diría que este es un panorama similar al de la Edad Media, cuando lo poco que se lograba saber provenía de los vecinos. La irrupción de la Modernidad, desde fines del siglo XIX, puso fin a ese mundo minúsculo y creó, poco a poco, una conciencia humana planetaria. Ahora vivimos el retroceso. El mundo de muchas personas se ha reducido a esas minúsculas “cámaras de eco” donde se confirman prejuicios, falsedades, acusaciones, fanatismos, en pequeñas tribus de similares.

Y esto ocurre en el mismo momento en que la complejidad del mundo ha aumentado, no ha cesado de aumentar. Daniel Innerarity habla de “democracias complejas” para dar una idea de las dificultades de gobernar. ¿Qué hace el individuo frente a estos nuevos niveles de complejidad que se presentan, digamos, en los alimentos, el aseo municipal o la geopolítica mundial? En general, tiene tres caminos: uno, el más corto, es recurrir a las informaciones que le entrega su WhatsApp, asumiendo las imprecisiones, los errores y la ausencia de responsabilidad que hay en ellas, la “cámara de eco”; otro, más largo, es buscar información en fuentes expertas, con la dificultad que pueda presentar su comprensión.

El tercero es acudir a los medios informativos, una de cuyas misiones centrales es traducir –intermediar– la realidad a términos inteligibles y situarla en el contexto más adecuado, de modo que además sea posible comprenderla en el sentido extenso, es decir, en cuanto participa de otros fenómenos.

Entonces, la pregunta es: ¿cómo es posible que, con un mundo más difícil de entender, se elimine precisamente a quienes tienen la misión de traducirlo? Innerarity, de nuevo: “Necesitamos esta intervención de los medios como instrumentos de orientación en entornos poblados de mentiras, por supuesto, pero todavía más de datos irrelevantes y estados de ánimo confusos”. La lucha contra la mentira es una función de los medios. Conviene sacarlos de en medio si uno cree que la mentira puede dar ventajas.

El filósofo alemán Markus Gabriel va algo más lejos. A su juicio, presenciamos la creación de un “proletariado digital”, una ancha clase que es explotada por las redes digitales mientras pierde sus derechos individuales. Entre esos derechos está el de la información veraz y comprobable.

Durante más de 20 años, los periodistas y los medios nos hemos engañado y hemos sido engañados por el desarrollo digital. Lo vimos, inicialmente, como “un gran salto hacia adelante”, una tecnología que nos ayudaría a mejorar nuestros procesos. Mientras creíamos eso, nos robaban la billetera.

Después pensamos que la caída de las barreras de entrada para crear nuevos medios daría nueva anchura al periodismo (¿se acuerdan del “periodismo ciudadano”?) y ampliaría la democracia. No solo no fue así, sino que hemos visto proliferar los medios de noticias falsas, la desinformación y la desconfianza, mientras nos robaban la casa.

En este mismo período, de acuerdo con Freedom House, son más los países que han perdido la democracia que los que la han ganado. ¿Alguien puede creer que este fenómeno no está relacionado con el deterioro de la prensa?

En estos más de 20 años hemos presenciado el despojo de derechos de medios, autores y periodistas. Y aun así, hay quienes creyeron que con eso se democratizaba el acceso de los grandes públicos. Ya es imposible sostener tal cosa. Es imposible no ver el desvalijamiento masivo y global.

Hoy, los grandes conglomerados digitales, más poderosos que todas las empresas del mundo (y que muchos países), se proponen como los mecenas de los medios y los periodistas en ruinas. Financian encuentros como este, dan subsidios de poca monta, ofrecen ayudas para sobrevivir. Envían delegados amables, buenas gentes que en horas más tendrán que enviar sus reportes acerca de lo que se dijo y se discutió aquí, para colaborar con la libertad de prensa. Es otro engaño.

¿Por qué es el momento de verlo? Porque se viene una segunda ola, de la mano de la que se ha dado en llamar “inteligencia artificial”, y que de momento solo semeja un mecanismo asombroso de más saqueo de contenidos y conocimientos desde muchas fuentes, pero sobre todo desde la prensa.

Por eso apoyo con entusiasmo la idea de The New York Times de demandar a OpenAI para frenar el asalto de su trabajo intelectual; y apoyo con el mismo entusiasmo la decisión de La Tercera de demandar a Google por su posición monopólica en el mercado de las búsquedas. Lamento –y, dolorosamente, entiendo– los esfuerzos de “conciliación” que hacen algunos medios para que las mismas plataformas los compensen de forma mínima. Y deploro la conducta de los pseudomedios que con su complacencia creen estar combatiendo el poder de los grandes medios.

Pienso, con una cierta tristeza, en lo distintas que serían las cosas si, digamos, a fines de los 90 esos grandes medios hubiesen salido a frenar el saqueo de las plataformas con una cruzada mundial de demandas judiciales. Por lo menos se habría contenido el ambiente de intimidación en el que han sido sumidos los medios. Ya es tarde para eso. No es tarde para lo que viene.

Si solo se tratase de los miles de empleos perdidos y por perder, no sería tan vehemente en lo que trato de decir. Si afirmo que es hora de iniciar una batalla contra las plataformas, es porque creo que ellas están deteriorando, no solo a los medios de prensa, sino a lo que estos representan: nuestra convivencia, nuestra tolerancia, nuestra democracia y nuestro sentido de comunidad. Nunca antes en la historia humana unos conglomerados de estos tamaños y de esta naturaleza habían actuado con tanta impunidad.

Es hora de hacerles frente.