Afines de los años 60 en la bahía de Quintero no se hablaba de la contaminación. Juan Tapia (63 años, casado, dos hijos) era un niño y vivía en Puchuncaví. Y entre sus cinco hermanos se turnaban para ir a dejar el almuerzo a su padre, Hermenegildo Tapia, quien trabajaba en la División Ventanas de Enami.
Cruzaba toda la playa para encontrarse con Hermenegildo o, más bien, para ser reconocido por él. “Muchos salían a buscar su colación. Todos iguales. Todos con el mismo casco, el mismo paño blanco. Y yo lo buscaba y no lo reconocía”, cuenta.
En esa época, su papá se dedicaba a la construcción y mantenimiento de hornos, donde Enami -hoy Codelco- fundió concentrados de cobre por 58 años, hasta el pasado 31 de mayo que se concretó su cierre. Junto a sus compañeros de trabajo, almorzaban sentados en las dunas, afuera de la planta. “Uno lo esperaba y me devolvía con la vianda para lavarla en la casa con mi mamá”, recuerda.
“Todo giraba en torno a la Enami”, dice Tapia sentado en el living de su casa en Quillota. La empresa proporcionaba agua, mercadería y hasta una ambulancia, prosigue, cuando algún familiar caía enfermo. Por eso, y por las oportunidades que brindaba la empresa, 20 años más tarde (1985) seguiría los pasos de su padre e ingresaría a la división, también como albañil. Con el paso del tiempo llegó a una jefatura en el área de mantención.
En la década de los 80 la contaminación no era tema, comenta Roberto Díaz (56 años, casado, tres hijos).
En 1989 entró a trabajar como auxiliar a la planta. “Se hablaba muy poco. Si la chimenea no echaba humo, no era empresa. La pluma, grande y gruesa, era sinónimo de producción. Y eso era bueno, porque significaba que ahí se estaba produciendo”, explica.
Esa misma chimenea se transformaría en blanco de organizaciones ambientalistas, que alertaban los efectos sanitarios de la contaminación por gases (dióxido de azufre y arsénico) y su impacto en el medioambiente. Pese a que a partir de 1990, con la construcción de la planta de ácidos, “el gas ya no salía por la chimenea”, dice Roberto.
En el living de su casa en Playa Ancha, el exencargado de uno de los cinco hornos eléctricos se ve emocionado.
“Lloré como tres días, ya no veía lágrimas. (El cierre) es una emoción... son sentimientos encontrados”, reconoce. Y añade: “Nunca imaginé que yo, a mis 56 años, no iba a estar trabajando”.
Díaz terminó sus funciones luego de 34 años al interior de la empresa, cuando el gerente de operaciones de la fundición, Pablo Bohle, instruyó al jefe de turno apagar los hornos.
“Ya, Juan, con la tranquilidad del deber cumplido, el orgullo de haber fundido el cobre para Chile, procede a detener el Convertidor Teniente... Suerte para todo el mundo... ¡Viva Chile, mierda!”, se escuchó en un audio que circuló el martes 30 de mayo por WhatsApp.
A Bohle, dice Roberto, no había cómo consolarlo. Y tampoco a él.
Recuerda que un compañero de la refinería electrolítica -parte de la división que seguirá funcionando- “nos nombró a todos. Terminó él y se metió otro, de otra área, y así”.
¿Y todos lloraban?
No sé, porque yo estaba en mi oficina con la radio. Estaban todos con radio... yo me la lloré toda; sí, me la lloré ahí; lloré cuando me entregaron el premio (un reconocimiento), lloré cuando salí. Por mucho que uno diga ‘oye, este viejo se va con plata’, es el hecho, que al menos en mi caso, fueron 34 años.
Al igual que Juan Tapia, la empresa le dio la oportunidad de formarse como ingeniero en ejecución industrial y “gracias a los estudios llegué al cargo de encargado, y eso se valora”.
Por eso, cuando el Presidente Gabriel Boric anunció el cierre de la fundición el año pasado, Roberto Díaz y varios de sus compañeros, liderados, en parte, por la dirigenta sindical Andrea Cruces, fue “al choque. Yo no soy pacífico. Yo era de los que estaban ahí, afuera de la planta, gritando... Era mi trabajo, y tenía compañeros que se iban a quedar sin pega”.
Pero también exigían inversión. Que la estatal invirtiera lo que fuese necesario para que la planta dejara de emitir 4,8 mil toneladas de dióxido de azufre al año (un 54% del total de lo registrado en la zona en 2022) y 0,02 mil toneladas de arsénico (33%).
Pero el miércoles pasado, en la ceremonia de cese, el presidente del directorio de Codelco, Máximo Pacheco, explicó que para que la fundición alcanzara un estándar europeo eran necesarios unos US$ 1.500 millones. Y que aunque hubiesen invertido esa cantidad, la opinión pública habría seguido apuntando a la división como responsable de los episodios de intoxicación por gases que al menos desde hace una década comenzaron afectar a la población de la zona.
Para Carlos Castro (58 años, separado, cuatro hijos), director del Sindicato Turnados de Codelco Ventanas, la decisión fue “100% política”.
“Era por los niños intoxicados, pero si te das cuenta, esta fundición ya paró hace rato, y siguen los intoxicados. Por lo tanto, lo que ellos esperaban con cerrar Ventanas, no está ocurriendo”.
Castro, al igual que Juan y Roberto, se acogió al plan de retiro -el resto optó por reubicarse en otra división de Codelco o reconvertirse, al interior de la misma planta- y asegura que la empresa cumplía con todas las normas ambientales. “A pesar de eso dudaban de nosotros. Este gobierno no toma decisiones técnicas, las toma en función del Twitter”, acusa.
De pie y a pocos metros de la chimenea, lo grafica: “En simples palabras, con brochazos de verdad construir una catedral de mentiras. ¿Había un problema ambiental? Por supuesto que sí. ¿Teníamos que invertir? Por supuesto que sí. Pero ¿fuimos los responsables? No fuimos los culpables. Hay otros que están involucrados en eso”.