Por Aldo Mascareño, Centro de Estudios Públicos

Nadie podría decir que la “cancelación” sea un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad. Las primeras sociedades aislaban a quienes mostraban demasiada individualidad. La Inquisición eliminó a los herejes, el colonialismo a los indígenas, el totalitarismo a los judíos, el autoritarismo a la disidencia y el fundamentalismo a los impíos. La conciencia moral moderna no puede sino rechazar estas prácticas, en el pasado, en el presente y en el futuro. Después de largas luchas por la libertad de expresión, por el pluralismo, los derechos humanos y la democracia, su reaparición en encuentros públicos, en distintos foros políticos y en el envase digital, solo puede perturbar.

En un siglo XXI irreductiblemente global, localismos e identidades ofrecen un aura de cercanía, un refugio de pretendida autenticidad ante la aceleración y la impura mixtura moderna. Para consolidar su anclaje en un océano de mil corrientes, estas agrupaciones recurren al modo más básico de moralización: apreciar a los propios y despreciar a los demás.

El estilo expresivo de la moral hace posible preservar los bordes del refugio por medio de la ofensa a quienes disienten, o a quienes el grupo adosa los símbolos de su desprecio. Puesto que además la moral se considera a sí misma moralmente buena, el desprecio al otro se autojustifica e incrementa en una espiral recursiva.

La cancelación contemporánea sirve al propósito particular de escenificar la pureza propia a costa de figuras sacrificiales que simbolizan lo inclasificable. Ya que no se puede despreciar a cada uno (¡falta tiempo!), se seleccionan algunas víctimas para que operen como escarmiento. Se articula una defensa tradicional de la tradición, que puede nutrirse de la conducta de rebaño de la masa o del anonimato de las redes para ocultar la ausencia de argumentos bajo la estridencia de la indignación.

Se podría hipotetizar que, a mayor diferenciación y diversidad en el mundo, este esquema se reproducirá. En todo caso, la evolución social ha desarrollado distintos mecanismos para no escalar el disenso hasta la anulación del otro: el derecho, la tolerancia, el humor, la inatención cívica, e incluso ahora el buen vivir son algunos ejemplos. Si esos no sirven ya, habrá que desarrollar nuevos. Pero lo que la sociedad moderna no puede hacer es cancelar a los canceladores, pues en ese caso habremos abdicado todos de la única posibilidad democrática que nos queda, concebirnos globalmente como unidad de diferencias.