Por Ana María Stuven, Académica PUC-UDP
“Estamos en paz”, expresaron las tres víctimas que se atrevieron a denunciar los abusos sexuales y de autoridad que cometió el recientemente fallecido Fernando Karadima. Ellos pueden estar en paz pues abrieron una caja de pandora que no debiera dejar en paz, por mucho tiempo, a la autoridad eclesiástica. Su valentía ha permitido que una enorme cantidad católicos también estén en paz para osar enfrentar con decisión los abusos a que han sido sometidos a lo largo de la historia por sacerdotes amparados en el clericalismo y la sacralización de su función.
Dos cosas me parece relevante recoger en estos momentos en que se revive esta dramática historia. Una, el problema de los tiempos eclesiásticos. Las primeras denuncias ante la autoridad datan de 2003; en 2011 James Hamilton dio su dramático testimonio televisivo y recién en 2018 se aplicó la sanción que definitivamente expulsó a Karadima del estado clerical. Respecto de los tiempos históricos podríamos calificarlo de corta duración. Sin embargo, la contundencia de las acusaciones, la enorme cantidad de testimonios -destaco también la de Hans Kast en 2010- hacen inexcusable la demora para que respecto de este caso, y de otros abusos graves, la jerarquía no haya actuado con celeridad ni adoptado la defensa irrestricta de las víctimas a tiempo.
La segunda cosa habla de la historia social de Chile. Karadima fue protegido por un sector representativo de la elite social chilena, la cual intentó negar y encubrir su actuación. Es importante vincular esta actitud con lo que se ha llamado el negacionismo, o la dificultad para enfrentar la verdad respecto de aquellos sucesos y personajes que -aún estando a la vista sus delitos- parecieran arriesgar el orden social. Ello es especialmente relevante por el prestigio que agrega para algunos sacerdotes el vínculo social y para algunos miembros de esta “elite” la sacralización que aporta su cercanía a la autoridad religiosa.
Muchas víctimas que sobreviven a Karadima cargan aún no solo con sus abusos sino también el desamparo a que les condenó la autoridad eclesiástica. Está en manos de esta autoridad dar sentido a ese dolor con cambios radicales en su estructura, funcionamiento y valoración de la voz laical.