Por Camilo Feres, Director de Estudios Sociales y Políticos de Azerta
Uno de los efectos permanentes de las pasadas elecciones ha sido la muerte de las dos grandes coaliciones que dieron forma política a la transición. En un declive progresivo, ambos conglomerados fueron perdiendo fuerza y vigencia en el mundo real, aunque mantuvieron por largo tiempo su hegemonía en sede política. En el ciclo de alternancia Bachelet-Piñera, ambos grupos pasaron a ser liderados por sus críticos internos (autoflagelantes en un caso y eso que se dio en llamar la nueva derecha, en el otro) e incluso uno intentó su ampliación -bajo el experimento de integrar al PC- con lo que fue la Nueva Mayoría.
Hoy, sin embargo, los vestigios de ambas coaliciones han pasado a ser absorbidos por fuerzas emergentes y de reemplazo, ubicadas en ambos casos en el borde exterior de sus nichos políticos. Así, las complicidades, historias comunes, los errores y aprendizajes de los conglomerados de referencia han debido resignarse a ser parte de una historia que, cuando se cuenta, es para evitar ser repetida y a ser meros acompañantes o adherentes de las candidaturas que quedaron vivas.
A las fuerzas emergentes, sin embargo, el testigo de la historia parece haberlos tomado por sorpresa. Cual más, cual menos, resulta evidente que ni Gabriel Boric ni José Antonio Kast se habían erigido como oferta pensando en la posibilidad de ser gobierno en esta pasada. Pero ahí están y, en breve lapso, han debido convertir una propuesta de nicho, destinada a irritar más que a convocar, en una apuesta de mayoría. Acá es donde han entrado a escena los que hasta ahora eran los grandes olvidados de la contienda: los programas.
En esta particular elección los programas han dejado de ser la expresión de la propuesta del candidato hacia sus electores, el compromiso y la hoja de ruta de lo que éstos podían esperar de un futuro gobierno en caso de resultar electo y se han convertido más bien en un documento para la construcción de una alianza política provisional. Ese es el valor y el sentido de los programas de los actuales candidatos: un contrato entre socios que desconfían entre sí. Una prueba de amor, ahí donde prima el recelo.