Por Carlos Franz, escritor.

Cien años del nacimiento de José Donoso. Sus obras se reeditan y se releen con ojos nuevos, pero también con anteojeras actuales. Lectores jóvenes encuentran en sus novelas el asombro, es decir, esa sombra reflexiva que producen las dudas. Otros, en cambio, reclutan esos libros para causas actuales que contribuyan a luminosos despertares.

Ayer y hoy algunos lectores “oficiales” de Donoso han reducido su obra pasándola por el aro de prejuicios ideológicos y teorías de moda. En su tiempo (entre los 60 y los 90) era obligatoria una lectura política “comprometida”. Las novelas de Donoso debían confirmar la decadencia de las oligarquías latinoamericanas y preludiar una revolución inevitable. Hoy, la crítica hegemónica imagina a Donoso como un woke adelantado, un periférico asaltante de las instituciones, un precursor de la liberación gay. En esta última mirada el morbo biográfico y copuchento, desatado por la publicación de sus diarios, suplanta a la complejidad con la que Donoso trató ese tema en algunas de sus obras. Ambas lecturas, esa de ayer y estas de hoy, son parcialmente válidas. Pero también son interpretaciones reductoras.

Donoso detestaba que lo etiquetaran y que encasillaran su obra. En su taller literario proclamaba la autonomía de la obra narrativa. Afirmaba que la novela “crea otra realidad ficticia paralela a la realidad y que, por ser paralela, jamás la toca”. Pedía “una literatura que no aclare nada”. En la novela florecen ambigüedades que las razones políticas o académicas en boga cancelan o simplifican.

Las mejores obras de Donoso muestran su vocación artística de universalidad y atemporalidad. Donoso escapaba de las reducciones militantes y limitantes. Deseaba trascender las lecturas oficiales. Ahora estaría feliz con sus nuevos lectores asombrados y recelaría de los lectores “despertados”. Lo suyo fue y es el lugar sin límites del arte.