Por Carlos Ominami, ex institutano generación 1968

Pena porque el Instituto Nacional (IN), la catedral del mérito, el que hacía realidad la esperanza de un joven humilde y de su familia de progresar en la vida , el espacio donde estudiantes de hogares pobres podían convivir con hijos de profesionales o de empresarios exitosos, está agonizando, si es que no está ya muerto. Luego de dos años de suspensión de clases presenciales, mientras los otros establecimientos volvieron a la normalidad, el Instituto ha debido nuevamente suspender las clases presenciales porque en su interior un grupo, con toda seguridad minoritario, ha hecho de la violencia y el vandalismo su instrumento de lucha.

Los intentos de muchos estudiantes, profesores y apoderados por recuperar una cierta normalidad han sido vanos. El grupo de los violentos que digamoslo, cuenta con apoyo y complicidades externas y también de algunos profesores y apoderados, ha impuesto su ley, escondidos en overoles blancos para no dar la cara. Desgraciadamente, la tardía incorporación femenina, 500 mujeres sobre un total de 4000 alumnos, no consiguió revertir la situación. Más aún, algunas que intentaron oponerse a los violentos terminaron siendo ellas las golpeadas.

El Instituto, al cual miles se disputaban por entrar, el Instituto que hacía honor a su lema de “labor omnia vincit”, el “primer foco de luz de la Nación”, el que competía mano a mano y le ganaba a “los idiotas del Verbo Divino” según la expresión de un ex ministro de Educación para referirse a los alumnos de los colegios particulares pagados, la cuna de Presidentes y grandes servidores del Estado, ese ya no existe. En la actualidad sobran las vacantes y ha desaparecido completamente de los ranking de excelencia académica.

Tengo también rabia porque este estado de cosas no es herencia de la dictadura, sino responsabilidad directa de la democracia. Más allá de esfuerzos destacables pero aislados, el Instituto no pudo contar nunca con el apoyo que requería. Su infraestructura sigue siendo precaria pero sobretodo su papel como el gran liceo de la República fue sistemáticamente desconocido. La guinda de la torta fue la reforma impuesta por autoridades todas educadas en colegios particulares pagados que le impidieron seguir practicando una selección por mérito bajo el pretexto de la democratización del acceso. La tómbola que se propuso como medio de selección ni siquiera ha debido ser utilizada. No hay en la actualidad suficientes alumnos para llenar las vacantes ofrecidas.

El resultado final no podría ser más lamentable. En el listado de los mejores colegios no figura ninguno público, lo que acentúa una tendencia que se venía manifestando con anterioridad : la predominancia total y absoluta de los colegios particulares pagados (7% del total de la matrícula) en la composición de la elite gobernante del país con todos los efectos que eso implica en materia de exclusión social y concentración del poder.