Por Carolina Helfmann M., abogada de la Pontificia Universidad Católica de Chile y LLM de la Universidad de Cambridge. Profesora de Derecho Administrativo y Municipal de la PUC.
El cambio de nombre del Gabinete de la Primera Dama por el Gabinete de Irina Karamanos generó una ola de críticas bastante transversal, motivando una rápida reacción por parte del gobierno, que en menos de 24 horas corrigió el cambio.
Desde la vereda política, ciertamente este cambio no resultó adecuado ya que parecía reforzar una figura criticada en la campaña presidencial, cuando fue considerada como un término “conservador y clasista”, y cuando incluso se planteó su eliminación y reemplazo por una “instancia que sea transparente, en función de méritos y de carreras funcionarias, y no de lazos de sangre o afinidad con el Presidente”.
Ahora bien, la vocera de gobierno declaró que este cambio de nombre -aprobado el 30 marzo de este año- se debió a un error administrativo, en el que “no hubo visaje”. En efecto, al examinar el acto es posible constatar que el mismo no cuenta con las clásicas “moscas”. Sin embargo, ello no es un requisito para la validez del mismo, sino sólo una práctica cuyo propósito es determinar quienes tuvieron a la vista el acto y aprobaron su contenido, y por lo mismo quienes son eventualmente responsables. No menciona la vocera que el acto sí cumplió con otra práctica consistente en la distribución. Es decir, el acto fue entregado a 20 destinatarios, ninguno de los cuales advirtió, luego de casi tres meses, las repercusiones de lo aprobado.
En este sentido, la justificación dada no resulta convincente. Sin embargo, cabe detenerse en una cuestión jurídica más relevante consistente en determinar si estamos frente a un tema de legalidad o de “mérito, oportunidad o conveniencia” y la forma adoptada por el gobierno para corregir el error cometido.
De concluir que el cambio realizado era jurídicamente improcedente debieron haber anulado el acto aprobado en marzo, lo cual no se hizo. Por el contrario, si se concluye que solo fue inadecuado, y que por ende es un asunto de “mérito, oportunidad o conveniencia”, se debió haber revocado, lo cual tampoco se hizo. En efecto, la solución fue emitir un nuevo acto que reemplaza al aprobado en marzo.
De esta manera, si hay algo que podemos sacar en limpio de lo ocurrido es que la solución no fue la correcta. Ello resulta preocupante no solo porque las formas sí son relevantes cuando se trata de actuaciones de la Administración, sino además porque parece avalar una lógica de “error/enmienda” sin ninguna limitación ni observancia al principio de juridicidad.