Por Catalina Rufs y Pablo Carvacho, Centro Justicia y Sociedad de la Universidad Católica
El 2023 fue un año de inflexión en materia de criminalidad. Si bien se generó un consenso sobre la necesidad de hacerle frente, no hemos sido capaces de tener un diagnóstico común. Parte de esta dificultad surge de un escenario aparentemente contradictorio. Por un lado, una tendencia a la baja en la probabilidad de ser víctima de un delito, lo que se explica por la disminución de los delitos más prevalentes, como el hurto, el robo o las lesiones. Por otro, un aumento de delitos violentos que ocurren con menor frecuencia, como los secuestros extorsivos, ciertas formas de robos violentos o los homicidios -especialmente con victimarios desconocidos.
Así, contra toda percepción, hay menos eventos delictivos, pero sufrimos consecuencias de delitos más brutales como no acostumbrábamos en Chile. Para enredar más el diagnóstico, pese al aumento de los homicidios, seguimos siendo de los países con menores tasas de Latinoamérica. Una conclusión preliminar es que la delincuencia parece estar especializándose: en desmedro del delincuente solitario, nos encontramos con bandas más organizadas y complejas.
La buena noticia es que Chile es un Estado con instituciones más sólidas de lo que creemos. Los hallazgos del Índice Global de Crimen Organizado 2023 sugieren que estos cambios en la criminalidad son globales y que la resiliencia de los Estados, es decir, “la capacidad de resistir y desbaratar las actividades delictivas organizadas (…) a través de medidas políticas, económicas, jurídicas y sociales”, es fundamental para su control.
Esto implica considerar no solo el cuerpo normativo y las policías, sino también fortalecer acciones preventivas, considerando la relación del delito con la exclusión social, los liderazgos políticos, la transparencia, la cooperación internacional o la regulación económica. Agendas cortas y populistas contra la delincuencia solo drenan la atención y los esfuerzos para un 2024 más seguro para todas y todos.