Por Francesco Tucci, analista internacional, profesor de la UPC y de la PUCP
El fallecimiento de Silvio Berlusconi, el pasado 12 de junio, pone fin a la trayectoria de la figura política más controvertida de los últimos 30 años en Italia. Empresario de la construcción, magnate de la televisión, presidente de equipos de fútbol (Milán y Monza), fundador del partido político Forza Italia, primer ministro en cuatro oportunidades, acusado en procesos judiciales sensacionalistas: todo un personaje del exceso.
No fue ajeno a la política: se afilió a la logia masónica P2; fue amigo de Bettino Craxi, secretario del Partido Socialista y ex premier involucrado en el escándalo de corrupción Tangentopoli (1992) que sacudió el sistema de partidos, desapareciendo a las organizaciones tradicionales y dejando un vacío que fue ocupado por Berlusconi con Forza Italia, su criatura, que ganó las elecciones por la primera vez en 1994.
Gracias a su personalidad carismática, su poder de seducción y persuasión, tuvo gran acogida su promesa de un millón de empleos y de un sueño de crecimiento y desarrollo que no pudo cumplir. Entretanto, sus adversarios políticos resaltaron su egolatría, el conflicto de intereses, las leyes ad personam para escudarse de las investigaciones judiciales, su relativismo ético.
El suyo fue un estilo populista, basado en la personalización de la política, el rechazo de los partidos tradicionales y el talante antiparlamentario. Este modo de hacer política hechizó a parte del electorado, seducido por su simpatía instintiva y mentirosa: contaba chistes y hablaba como el hombre común, rayano con lo pedestre.
¿Cuál es su legado después de 29 años? Su trascendencia ha sido más cultural que política: probablemente su partido desaparecerá por disputas internas, pero no desaparecerá el “berlusconismo”. Para bien o para mal, Berlusconi ha sido una figura política clave en Italia y para entender a la actual sociedad y política italiana, no se puede prescindir de él.