Por Isidora Díaz, cronista gastronómica y directora de @revistafondo
Linkedin no va a contar entre sus competencias el saber aliñar bien un pebre. A Instagram no le importa si el ajíaco del día 19 le quedó espectacular: la comida de color café no tienta para nada al algoritmo. Y en la aplicación de citas no conviene jactarse de ser campeón o campeona del emboque.
Pocos saben del deporte extremo que es bailar cueca en el piso resbaladizo de un gimnasio de pueblo, entre olas de aserrín húmedo. Es casi arte oculto el comer empolvados sin nevar la tenida nueva ni convulsionar del hipo. Y sabiduría de otro tiempo, ponerle bien los tirantes a un volantín, calcular la extensión de cola ideal para el viento y arreglarlo con scotch cuando cae -desgracia- sobre un espino.
Aún así, todos tenemos ese pariente entusiasta que domina las ciencias dieciocheras. ¿Cómo identificalo? Recibe septiembre con la parrilla brillante y los costillares ya encargados; compró un toldo nuevo, otro par de sillas de terraza y kilos de decoraciones. El día 17, en tanto, amanece picando las primeras frutillas de la temporada para el borgoña, mientras alega que el terremoto es macabro invento nuevo.
La pandemia dañó la educación social que se da en la fiesta. Dos años de celebraciones a medias seguro han hecho mella en la transmisión de las tradiciones. No me refiero aquí a la cueca siempre viva o la incombustible permanencia de la empanada de pino; aludo a las decenas de pequeños saber-haceres, procedimientos y gestos que dan forma a la celebración familiar o de barrio.
Los más viejos contamos con la memoria. Sin embargo, para los niños, niñas y adolescentes aún conflictuados con la presencialidad -que no es más que el uso del cuerpo para interactuar con el mundo-, resulta más fácil seguir una coreografía de TikTok frente al espejo que enhebrar hilo de volantín a través de ínfimos agujeros hechos con fosforitos -o aliñar un costillar, o improvisar una décima-. Este año, más que nunca, invitémoslos al ruedo.