Columna de Iván Poduje: Cárceles para Chile
Por Iván Poduje, arquitecto
Los carteles del crimen organizado latinoamericanos tienen una particularidad que los distingue de las mafias norteamericanas o europeas. En nuestra región, estos grupos nacen, crecen y se consolidan desde las cárceles. Pablo Escobar se hizo famoso por sus instalaciones en la prisión de Envigado y el tren de Aragua llegó a controlar el penal de Tocorón como una mini ciudad, con piscinas, bares, canchas deportivas, tal como relata Ronna Rísquez en su extraordinario libro.
¿Cómo un lugar que castiga a los infractores se transforma en una plataforma para expandir sus redes? Básicamente porque es muy fácil tomarse el control del penal. Basta que 20 reos con armas y recursos se organicen, y cuenten con ayuda externa, para que expandan sus redes, incluyendo a los guardias y sin que nadie lo note desde afuera.
La clave de esta expansión es el hacinamiento carcelario. La proximidad entre criminales avezados y primerizos permite que los primeros usen a los segundos como fuente de recursos, cobrando por protección, camas o drogas. Luego los reclutan y como los primerizos tienen condenas bajas, los mandan a delinquir a otras ciudades para que, al caer presos, operen como embajadores de la banda en otros recintos carcelarios. Así, el Primer Comando de la Capital (PCC) brasileño pasó de ser una pandilla de favela presa en Taubaté, a una organización internacional de crimen organizado que opera en seis países, con 35 mil integrantes, de los cuales aproximadamente un cuarto sigue viviendo en prisiones.
En Chile esté fenómeno ya aterrizó. En Tarapacá, el 46% de la población penal es extranjera y en Arica llega al 33%. Es fácil suponer que un porcentaje no despreciable, forme parte de bandas como el Tren de Aragua, que hoy manda en Alto Hospicio o de las mafias colombianas que controlan la Chimba Alta en Antofagasta, donde el porcentaje de extranjeros en prisiones llega al 29%. Con los penales del norte controlados, es cosa de tiempo para que el crimen organizado se expanda a otros penales, reclutando a delincuentes primerizos para crear embajadores.
La única forma de evitarlo es reducir el hacinamiento y segregar a los prisioneros de alto riesgo y para eso se requieren nuevas cárceles. Como es costumbre en Chile, nadie quiere hablar de este tema incómodo. El ministro de Justicia, Luis Cordero, está demasiado ocupado defendiendo a los amigos del Presidente del escándalo de las fundaciones, y el programa de concesión de recintos penales del MOP fue desmantelado por razones ideológicas.
Otro problema es la resistencia natural de cualquier alcalde a recibir un penal en su comuna por las externalidades negativas que tienen estos recintos. Y no faltará el progre que le diga que construir prisiones solo agrava el problema, que ya tenemos suficiente presos por habitante y que los derechos humanos de los reos deben ser salvaguardado. Puro buenismo basado en lugares comunes, pero en nada de evidencia sobre la amenaza del hacinamiento en la propagación del crimen.
¿Qué hacemos entonces? Hace algunos años alguien propuso ocupar una isla para construir nuevas prisiones. Creo que es momento de reflotar esta idea y de expandirla a cuatro o cinco islotes del sur, relativamente equidistantes para facilitar el abastecimiento. Prisiones de máxima seguridad, con pocas guardias y monitoreo que impida las fugas. Y debemos hacerlo rápido. Las bandas internacionales ya aterrizaron en Chile, controlan el norte y se están moviendo hacia centros urbanos del centro y el sur, mientras nuestra élites políticas, empresariales e intelectuales siguen soñando con sus grandes reformas y nuevas constituciones.
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