Por Iván Poduje, arquitecto
A pocos meses de las elecciones municipales, casi no hemos visto propuestas de los candidatos para mejorar sus comunas. En Santiago esta carencia es crítica, dada la severa crisis que atraviesa el centro y que puede generar daños irreversibles para toda la ciudad. En esta columna quisiera explorar algunas ideas, partiendo de un supuesto que estimo fundamental para entender el desafío. El deterioro que observamos caminando es la expresión de tres patologías que se enquistaron en el tejido urbano: la violencia política, la migración irregular y el control territorial de bandas delictuales. Si no erradicamos estas patologías, no habrá pintura de fachadas, normativa o plan de turismo que rescate el centro.
La violencia política tiene larga data. Se incubó en los liceos emblemáticos cuyos estudiantes fueron usados como carne de cañón y conejillos de indias de experimentos sociales como el fin de la selección. En el estallido, la violencia política dejó su herida más profunda cuando una parte de la intelectualidad criolla se rindió ante la barbarie de barras bravas, anarquistas y turbas saqueadoras. La extinta “Plaza de la Dignidad”, con su estética vomitiva, representa este momento de locura.
La migración irregular genera varios impactos negativos, especialmente en las clases medias que resienten el colapso de servicios y espacios públicos. Adicionalmente, la migración genera una enorme demanda sobre el comercio informal, que se expande sin control por calles y paseos, aprovechándose de un Estado noqueado por el estallido y la pandemia. Esta es la primera representación del control geográfico de las bandas criminales. La segunda es su desplazamiento hacia barrios residenciales de la mano de agrupaciones tan peligrosas como el Tren de Aragua, los Espartanos o Los Pulpos.
¿Cómo resolvemos el problema? Lo primero es recuperar las casas tomadas por las bandas en barrios como Yungay, Brasil, Santa Ana o Matta Sur; ya que desde acá dirigen sus operaciones criminales, como extorsiones a comerciantes, tráfico de drogas o la trata de personas. El municipio ha desalojado 40 inmuebles tomados, lo que es nada si consideramos que solo en el Barrio Yungay existían 745 viviendas abandonadas en el censo de 2017. Además, el desalojo no impide que la casa vuelva a ocuparse como base criminal. La única solución es expropiarla, y transformarla en un consultorio, una escuela, un centro cultural o una sede vecinal.
También debemos expropiar las bodegas donde se almacenan los productos falsificados o contrabandeados que abastecen a los toldos azules. El foco debiera estar en Meiggs, Franklin y Balmaceda. Más arduo será el trabajo para erradicar los talleres ilegales que se han tomado las veredas de San Diego o 10 de Julio, afectando severamente al comercio establecido. Como se trata de una actividad ilícita muy atomizada, la única salida es atacar la demanda, requisando los vehículos que reparan los informales.
Para combatir la violencia política, el municipio debe contratar un staff de abogados que se querelle contra los adultos - apoderados o profesores- responsables de adoctrinar niños de liceos para usarlos como carne de cañón. Una vez que estén formalizados y los estudiantes radicales expulsados, se podrá recuperar la infraestructura de los establecimientos y su entorno, partiendo por el Liceo de Aplicación y el Barrio Concha y Toro para demostrar que se puede.
Los parques también son claves para recuperar la seguridad vecinal. Tanto el Forestal, como el Almagro y el Portales deben cerrarse e iluminarse con focos especiales. En las plazas Yungay, Brasil y Balmaceda, el municipio debe instalar bases de seguridad ciudadana como ocurre en con la base que tiene Las Condes en el parque de Presidente Errázuriz. La guinda de este plan debiera ser la reconstrucción de la iglesia de San Francisco y el retorno del general Baquedano a su emplazamiento original, con una guardia permanente de soldados, como ocurre con el monumento a Prat en la Plaza Sotomayor.