Por Iván Poduje, arquitecto
A tres años del estallido, caminar por la “Zona Cero” sigue siendo una experiencia desgarradora. Lo más triste es ver cómo la vida del barrio se apagó debido a la destrucción de cuadras completas, que fueron un anticipo de la severa crisis que hoy afecta al centro histórico de Santiago.
El epicentro de esta barbarie fue la plaza hundida, que era parte del acceso al Metro Baquedano por la avenida Vicuña Mackenna. La estación sufrió con las evasiones masivas, pero su destrucción ocurrió cuando se denunció que al interior existía un centro de torturas, lo que resultó ser completamente falso. Apenas se viralizó esta fake, con la ayuda de políticos irresponsables como Beatriz Sánchez, los manifestantes se abalanzaron sobre la estación, le tiraron piedras y bombas incendiarias y trataron de tumbar sus puertas. Aunque no lograron entrar, el ataque fue tan grave que Metro clausuró el acceso, lo que permitió que manifestantes se apropiaran de la plaza. Sus paredes se llenaron de mensajes que llamaban a colgar policías y autoridades y la figura del perro “Matapacos” era paseada y venerada por la primera línea y las barras bravas que controlaban el lugar.
Varias veces pasé por afuera y pude sentir el olor inconfundible de la pasta base mezclada con orina de varios días. Además de baño y fumadero, la plaza hundida se usó como cantera para picar piedras que eran usadas como proyectiles y con el tiempo, este acceso al Metro se fue transformando en una especie de santuario del octubrismo más duro. A la figura del “Matapacos” se sumaron otras imágenes alusivas a la revuelta y kioscos con venta de souvenirs, como banderas mapuches o fotos de la tía Pikachu. El árbol ubicado al centro de la plaza fue adornado con guirnaldas, se pusieron alfombras de pasto y un huerto orgánico cubierto por el polvo de las lacrimógenas, que fue bautizado como el “Jardín de la Resistencia”.
La semana pasada se anunció que el acceso al Metro Baquedano sería reabierto como parte del proyecto Nueva Alameda Providencia, lo que desató la furia de los grupos que se apropiaron de este lugar. Las presiones escalaron políticamente y Metro tuvo que ceder, anunciando que una parte de la plaza sería destinada a un memorial vinculado al Jardín de la Resistencia, una decisión incomprensible considerando que dicho “jardín” nació de un ataque a una estación clave del sistema.
Pero hay algo mucho más grave. Esta plaza hundida se transformó en un ícono de la violencia, que afectó a miles de vecinos de cinco barrios que nunca más durmieron tranquilos, a comerciantes que perdieron sus empleos y a millones de capitalinos que vieron arder sus iglesias, bibliotecas, museos y universidades.
¿Qué político querría honrar esta barbarie? En el canal Vía X, el Presidente Boric defendió la decisión del memorial y cuando se le consultó por la división que podía generar entre los chilenos, lo comparó con el debate abierto por el Museo de la Memoria, una analogía grotesca que valida – implícitamente- la tesis que el Estado de Chile violó sistemáticamente los derechos humanos durante el estallido. Pero el Presidente no se quedó ahí. Afirmó que prefería que en vez del monumento al general Baquedano se instalara uno de Gabriela Mistral, como si el legado de estos dos personajes históricos fuese comparable. Baquedano fue un héroe de Guerra, admirado por el pueblo de Chile que decidió ponerlo en ese lugar en 1928. ¿Por qué un Presidente desconoce esa decisión popular casi 100 años después?. No me imagino al primer ministro Rishi Sunak pensando en reemplazar la figura del almirante Nelson o al Presidente Macron permitiendo que se remuevan los restos del soldado desconocido dañados en la revuelta de los chalecos amarillos. Tampoco veo al Presidente Biden dejando un pedazo del Capitolio vandalizado por las turbas que trataron de impedir el cambio de mando.
Quizás eso explica por qué aún somos un país subdesarrollado. Una nación incapaz de respetar a sus héroes y que pretende elevar a la categoría de memorial, un espacio degradado por la violencia callejera que representa la destrucción de nuestro patrimonio urbano y arquitectónico.