Por Iván Poduje, arquitecto

El terrible intento de suicidio de un niño de 16 años con una pistola en un colegio de Santa Cruz, es parte de la peligrosa ola de violencia que hemos visto en recintos educacionales, y que incluye agresiones y abusos a compañeros, profesores y apoderados.

¿Qué explica esta rabia de los escolares? Sin duda influyó la glorificación del matonaje durante el estallido, por políticos e intelectuales irresponsables como Fernando Atria, que ha dicho que sin violencia no hubiéramos tenido el glorioso momento constituyente que él encabeza, en esta suerte de versión Fruna de la Revolución Francesa que usó y desechó a los jóvenes marginales de la primera línea.

Pero también hay un factor vinculado al hábitat que quisiera abordar en esa columna. Me refiero al drama del hacinamiento residencial, que ocurre cuando en una vivienda pequeña conviven dos o más núcleos familiares en condiciones de alta precariedad. El hacinamiento afecta a un millón y medio de chilenos y fue fatal en la pandemia, ya que propagó el Covid con más velocidad, disparando la mortalidad en comunas como San Ramón, La Granja o La Pintana o en distritos pobres de Madrid, Paris y Nueva York.

Cuando el Colegio de Profesores se negó a retomar las clases en la pandemia, no solo generó una brecha educacional que tardaremos años en recuperar: privó a niños, niñas y adolescentes (NNA) de la escuela como un lugar para recrearse y convivir con sus compañeros. Si esta necesidad es vital para los NNA de un hogar común, imaginen la importancia que tiene para aquellos que viven en 40 metros cuadrados con ocho personas más.

El único escape para estos NNA son las plazas o canchas, pero los barrios con hacinamiento son también los más afectados por la delincuencia, así que los padres prefieren que sus niños no salgan y este encierro los expone a situaciones de abuso sexual o promiscuidad, y también a episodios de violencia intrafamiliar que al igual que el Covid, se propagan más rápido en viviendas hacinadas.

Imagine el daño que puede hacer en un niño, niña o adolescente, vivir este infierno por más de un año. Encerrado en una vivienda pequeña, con adultos en su misma cama, con plazas de tierra tomadas por bandas y un Colegio Médico que no se perdía matinal para exigir más encierro, llegando al extremo de proponer una “hibernación” de las ciudades, que por suerte no se implementó.

Si esta hipótesis es correcta, la rabia escolar no se terminará solo con terapias o apoderados más presentes. Necesitará de un esfuerzo integral del Estado para construir mejores viviendas, recuperar espacios públicos y renovar la infraestructura de escuelas y jardines infantiles como lo hizo la Presidenta Bachelet en su exitoso plan de primera infancia. Edificios de colores, amplios e iluminados, con patios lúdicos que favorecen el esparcimiento y la inclusión de niños con necesidades educacionales especiales. Otra prioridad es reducir la violencia intrafamiliar, lo que implica activar protocolos para que las policías contesten los llamados del 133 y lleguen a tiempo para proteger a las mujeres o NNA que son víctimas de este flagelo.

La arquitecta española Izaskun Chinchilla resumió estas estrategias en un gran libro llamado La Ciudad de los Cuidados que debiera ser lectura obligada para las autoridades que deben devolverle a nuestros niños, niñas y adolescentes la tranquilidad de vivir en un entorno protegido. Solo así podremos curar esta rabia que estalló con la pandemia, pero que lleva años acumulándose en barrios segregados, tristes e inseguros.