Por Iván Poduje, arquitecto

En otra columna comenté que existen mafias que toman terrenos y venden sitios robados ganando millones a costa de las familias más vulnerables en Alto Hospicio o Lampa. También que existen usurpaciones destinadas exclusivamente a segundas viviendas en San Antonio o Viña del Mar, con terrenos amplios y casas de dos pisos, que no responden a ninguna necesidad social. Esta distorsión es posible gracias a la visión paternalista que existe en el Estado y en ciertas organizaciones no gubernamentales que no sólo justifican los campamentos, sino que los promueven y obtienen rentas políticas o económicas con su desarrollo.

El caso Democracia Vive se inscribe en esta lógica. Se trata de una fundación creada para lucrar a costa de los más pobres, aprovechando una serie de vacíos que explicaré en esta columna y que obligan a cambiar el rol de las entidades de la sociedad civil en los asentamientos precarios. El primer problema es que una parte importante de los recursos se destinan a honorarios que pueden servir -como la capacitación de dirigentes o las actividades deportivas-, pero que también pueden terminar financiando negocios de consultoría. Un ejemplo son los diagnósticos territoriales, verdaderos mamotretos carísimos de dudosa aplicación y rigor profesional.

Un segundo problema se produce con las obras de habilitación que implementan las fundaciones. Se trata de acciones menores que no generan ningún mejoramiento sustantivo en la calidad de vida de los habitantes de un campamento, como pintar fachadas, mejorar una sede, instalar juegos de niños o esos “kits” impresentables contra incendios puestos por Democracia Viva en Antofagasta. Estas obras no son evaluadas en el Sistema Nacional de Inversiones como ocurre en cualquier inversión pública. Por lo tanto, no sabemos si los recursos públicos se justifican en función del beneficio social que generan a la población. Tampoco hay verificaciones de precios que eviten rentas ocultas en subcontratos o la provisión de servicios como el abastecimiento de agua.

Este maquillaje tiene una razón. Para hacer un trabajo en serio en un campamento, que implica radicarlo y transformarlo en un barrio, se deben gastar miles de millones de pesos para corregir trazados de calles, construir pavimentos, muros de contención, escalas de hormigón, ductos de agua potable y alcantarillado, escuelas o consultorios. Como estos recursos son cuantiosos para un solo campamento, y el plazo de ejecución es mayor a cuatro años, los gobiernos deciden atomizar la plata en cientos de contratos chicos, como los que están siendo investigados.

Como nadie los fiscaliza en detalle -ya que solo deben rendirse gastos- se abre una caja atractiva para el tráfico de influencias, el activismo político o para que las fundaciones se “diversifiquen” hacia los campamentos como si se tratara de un nicho de negocio, lo que distorsiona su sentido social. Operan como verdaderos holding, que pueden hacer murales, actividades para mascotas, escaleras o abastecimiento de agua con camiones aljibes. ¿Cómo combinan tantas especialidades? Subcontratando a empresas locales, lo que les permite trabajar en varias regiones a la vez, manejando miles de millones de pesos por año.

Pero el gran problema de todos estos trabajos es que generan incentivos para consolidar la precariedad. Si los campamentos crecen, el negocio aumenta, y aparecen más fundaciones o brazos de otras que operan bajo esta estructura de holding. Por esta razón vemos personas que naturalizan los campamentos, los justifican o incluso promueven las tomas de terrenos.

Luego del escándalo de Democracia Viva, que temo puede escalar explosivamente, un grupo de pobladores de Lo Hermida salió a marchar con un cartel que decía: “Hay plata para fundaciones pero no para nuestras viviendas”. Y tienen toda la razón, ya que el foco de la política pública debe ser la vivienda definitiva. No idealizar la pobreza ni consolidar la precariedad de los campamentos, usándolos como botín político o económico.