Por Iván Poduje, arquitecto
Descentralizar nuestro país es una demanda muy sentida de los chilenos y por buenas razones. Casi dos tercios de la inversión pública se deciden a nivel central, lo que hace que iniciativas anheladas por las comunidades locales se posterguen indefinidamente, como ha ocurrido con el tren rápido a Valparaíso, que llegó al nivel del Estadio de la U por la cantidad de anuncios fallidos. Además, como la Región Metropolitana concentra el 40% de la población y más del 60% de las industrias, los proyectos más avanzados se hacen en la capital. Mientras nosotros disfrutamos de modernas líneas de Metro, los habitantes de Calera deben conformarse con un estudio de ingeniería para un tren, y los de Concepción con maquetas digitales de nuevos puentes que nunca se concretan.
El centralismo también se da en el mundo privado. Las empresas tributan en los municipios donde están sus oficinas matrices, que son dos o tres comunas de Santiago, lo que perjudica a las regiones que reciben las externalidades de sus procesos productivos. Los intentos por revertir esta situación no han funcionado, o han terminado igual que el tren a Valparaíso, como fue el caso del teleférico propuesto en Antofagasta por la organización “CREO” que financian las empresas mineras para dejar un aporte en la ciudad.
Pero la descentralización también supone amenazas, que explican su lento avance o que los gobernadores hayan terminado con menos atribuciones que el rey Juan Carlos de España. No es solo egoísmo, sino que problemas objetivos como la burocracia. Las inversiones que se hacen con los Fondos Nacionales de Desarrollo Regional se demoran un 40% más que las que ejecutan los ministerios, y en los casos del agua potable rural, el retraso puede superar los dos años. Esto se explica por los débiles equipos de los Gobiernos Regionales (Gores) y por los criterios políticos que aplican los Consejeros Regionales para decidir dónde y cómo se gasta la plata, lo que suele terminar en discusiones eternas, postergaciones o pequeñas obras para que cada comuna reciba un pedazo de la torta.
Con el traspaso de competencias a los gobernadores estas demoras por burocracia aumentarán, ya que los nuevos equipos regionales están partiendo a diferencia de los ministerios que llevan décadas administrando y ejecutando inversiones. No sabemos cuanto durará esta transición, pero si que será lenta y compleja. Los costos de tener un país verdaderamente descentralizado los pagarán las generaciones actuales en beneficio de las futuras.
Otro riesgo es que los gobernadores se salten la institucionalidad bajo el paraguas de “potenciar la descentralización”, poniendo sus votos arriba de la mesa. Temo que el gobernador Orrego llegó con este discurso al reflotar proyectos que propuso como Intendente, pero que fueron rechazados por su alto costo y bajo beneficio social. Uno es una carísima autopista de buses por el bandejón central de la Alameda, siendo que la prioridad es ensanchar veredas o mejorar los espacios públicos de esta importante arteria capitalina. El otro proyecto es una ciclovía que conecta Providencia y Santiago por el cauce del Mapocho a un costo de $7 mil millones, que estarían mejor invertidos en comunas populares, transformando basurales en áreas verdes.
Otra amenaza de la descentralización son los intentos de forzar migraciones desde Santiago mediante subsidios al empleo o franquicias tributarias. Quienes promueven estas iniciativas nunca han precisado su costo fiscal o el impacto en las regiones receptoras. Quizás un ejemplo ilustre mi punto. Imagine que sacamos 100 mil personas de Santiago y las relocalizamos en Viña del Mar. Parece nada para la capital, pero en la ciudad jardín significa aumentar en un 30% la población, lo que reventaría la capacidad de las calles, consultorios o comisarías. Así que antes de mover personas, hay que proveer la infraestructura y eso demora y cuesta plata.
Plantear estas dudas no implica cuestionar la descentralización, sino que pedir que se haga de forma gradual y con rigor como ocurrió con el AUGE de Lagos o la reforma procesal penal de Frei, y no a tontas y a locas, como la reforma educacional de la ex Presidenta Bachelet. Y nunca debemos olvidar que el foco es mejorar la calidad de vida de las personas, y no el posicionamiento político de los gobernadores que debieran asumir, más temprano que tarde, que por 8 ó 12 años deberán lidiar con una transición compleja, que tendrá más sombras que luces, y más ideas que cortes de cintas.