Por Iván Poduje, arquitecto
Se han escrito cientos de libros sobre la segregación urbana, pero muchos menos del fenómeno inverso, que se conoce como “autosegregación” y que se produce cuando las personas de mayores recursos se agrupan voluntariamente en un área reducida, que tiene prácticamente todos los atributos de la ciudad.
La autosegregación ocurre en todos los países, pero en Chile es muy intensa debido a su centralismo y baja población. A diferencia de Colombia o Brasil, toda la élite política, económica, social e intelectual vive en cinco comunas –de las 345- que ocupan menos del 1% de la superficie de ciudades, pueblos y aldeas. Me refiero a Las Condes, Vitacura, Providencia, Lo Barnechea y La Reina, más unos apéndices alternativos hacia Ñuñoa, la precordillera ecológica de Peñalolén y La Florida, o el barrio católico de Huechuraba.
¿Qué efectos tiene la autosegregación urbana? El más obvio es la desconexión. Un joven puede nacer, estudiar, trabajar y jubilarse sin nunca salir de las cinco comunas y sus apéndices. Las universidades tradicionales trataron de suplir esta carencia con los “trabajos de verano” o experimentos sociales como Machuca. Pero fueron casos aislados y se vieron muy afectados con el desplome de la Iglesia Católica, así que ahora debemos conformarnos con las encíclicas que escribe el rector Sánchez en formato de cartas al director.
Vivir en una ciudad autosegregada no supone mayores problemas, salvo que te dediques a la política, ya que la desconexión puede terminar creando una realidad imaginaria, que en esta columna llamaremos “Progrelandia”. En esa tierra de la moderación, todos los temas relevantes son de largo plazo. El problema de Chile se explica por su sistema político y no por la existencia de seis regiones azotadas por el terrorismo o la migración descontrolada. Nos dicen que la estabilidad se logrará cuando aprobemos la Constitución que ellos diseñaron como si ese texto tuviera algún efecto práctico en la crisis de seguridad, salud, o vivienda.
Es que los progrelanders le asignan poderes místicos a la palabra escrita, como si fuera una Biblia de las políticas públicas. Renato Garín diría que es por un origen católico que los hermana, y creo que tiene un punto. Por eso las soluciones al país siempre se expresan en textos. El poder de la palabra en papers, leyes, reformas institucionales o manifiestos para cambiar el modelo.
Si estos intentos terminan en nada, como suele ocurrir, da lo mismo: la ciudad autosegregada está blindada contra los experimentos sociales. Por ahí pasó de largo el estallido violento, la pandemia mató nueve veces menos chilenos por cada 100 mil habitantes, casi no existe deserción escolar y ningún niño muere por balas locas.
A estas alturas, se habrán dado cuenta que Progrelandia es habitada por personas de centro izquierda o centro derecha, pero nunca por ultrones. Por eso, les resulta tan repelente el éxito de los Republicanos. Lo asocian con la falta de cultura de la gente, las noticias falsas o la comida chatarra. Al facho pobre que prefiere el auto antes que la bici o una película de Tom Cruise antes que esos eternos films nacionales sobre la dictadura, donde las actrices expían sus culpas por las rentas millonarias que reciben de sus parientes políticos o grandes tiendas.
A los progrelanders no se les pasa por la cabeza que su diagnóstico pueda estar equivocado. Que la percepción de la migración cambia cuando es tres veces mayor y los consultorios y liceos revientan por exceso de demanda. Que es muy probable que prefieras a Bukele antes que al perfecto Justin Trudeau, si los homicidios son 40 veces más altos que en el sector oriente. En vez de enrabiarse cuando sus ideas no prosperan, a los progrelanders les haría bien despejarse. Salir del microclima de esos centros de estudio noventeros y esa universidad blanca, enclavada en la precordillera, donde la pobreza santiaguina tiene tan buen lejos.