Por Iván Poduje, arquitecto
“Usurpar, no pagar, otra forma de luchar”, podría ser el grito de Valenzuela Levi para justificar el veto que pretende aplicar el gobierno a la Ley de Usurpaciones. La versión oficial es que la defensa legítima sería un “retroceso civilizatorio” al permitir que propietarios repelan tomas violentas. La ministra Tohá nos recuerda que estas controversias solo las puede resolver el Estado, que tiene el monopolio de la fuerza. Pero sabemos que una parte del gobierno no cree en eso. De hecho, han construido su carrera política avalando delitos. Lo del estallido lo hemos escrito varias veces, pero otro caso emblemático fue la condena del diputado Gonzalo Winter a los carabineros que ingresaban al Instituto Nacional para sacar a los vándalos que le prendían fuego. Ahora que ese colegio está en una fase terminal, Winter y sus colegas se olvidaron de la educación pública gratuita y de calidad y se buscaron otro juguete revolucionario: la ley de usurpaciones o “Ley maldita” le dicen sus operadores disfrazados de pobladores y las ONG que han hecho del campamento una fuente de empleo y ejercitación política, como vimos en el escándalo de las fundaciones de Antofagasta.
Esta idealización de la informalidad tapa los negocios ilegales que se esconden detrás de la protesta social. El comercio ambulante es un ejemplo de libro. Fue apoyado por la alcaldesa de Santiago, Iraci Hassler, como una forma de “democratizar el espacio público”, hasta que las mafias que lo controlan en Meiggs, asesinaron de un balazo a la periodista Francisca Sandoval cuando les invadió su “territorio”. Otro ejemplo es el Wallmapu, un concepto que desapareció de las minutas gubernamentales, luego que la ministra del Interior fuera recibida a balazos en Temucuicui, donde nuestro Che Guevara rubio Winter, se sacaba fotos portando una bandera mapuche trucha, bajo el slogan de “tierra liberada”.
En las usurpaciones, las mafias que venden suelo robado ganan 40 millones de dólares por año y son responsables del 38% del crecimiento de los campamentos entre 2018 y 2023. En la Macrozona Sur las familias con niños son amenazadas con morir quemadas si no desalojan los “terrenos ancestrales” en dos semanas. En el norte, el Tren de Aragua ha diversificado su negocio y ofrece el servicio completo de cruce ilegal por la frontera, y alojamiento en toma, lo que tiene reventados los servicios públicos de Alto Hospicio, Arica o Copiapó.
Mientras estos delincuentes se forran, miles de familias deben ahorrar cada peso, y esperar entre seis y 10 años para acceder formalmente a su vivienda propia. En ese lapso viven allegados y hacinados, luchando contra una burocracia indolente que le pone todo tipo de cortapisas a sus proyectos de vivienda, mientras los loteadores irregulares operan con total impunidad. No solo se saltan la fila de las familias que esperan años por su casa propia. Vulneran el derecho de propiedad y localizan viviendas en zonas de riesgo, que ante una lluvia o un derrumbe pierden todos sus enseres. ¿Y cuándo ello ocurre quién llega para ayudarles? Sí, adivinó: las mismas fundaciones que respaldaron las tomas para cobrar honorarios o posar de santos.
Un último mensaje a la ministra Tohá: la autotutela existe hace años en cientos de barrios donde el Estado no entra o está completamente ausente. Segregados y atrapados por el control narco, estos chilenos deben resolver los casos de violencia intrafamiliar o abuso sexual a combos y palos, y si la cosa se pone muy pesada, acuden al jefe de la banda que debe resolver controversias, para evitar que el escándalo le pueda perjudicar el negocio.
En vez de vetar leyes e idealizar delitos, el gobierno debe dedicarse a recuperar esos barrios tomados, y acelerar los planes de vivienda social, para evitar que el mercado negro de las usurpaciones siga creciendo sin control, amparado por un discurso progre buena onda.