Por José Manuel Vidal, vaticanista español, director de Religión Digital
Sin duda, el Papa Benedicto XVI pasará a la historia y, más cerca de nosotros, a los comentarios de casi todos los expertos por su renuncia. Un gesto amplificado por el foco de los medios: Aquel helicóptero sobrevolando la cúpula de la Basílica de San Pedro quedó grabado para siempre en la retina y en los recuerdos de mucha gente. Y, por supuesto, en el alma de los católicos.
Pero hay otra cosa que no lo hará pasar a la historia, pero que, para mí, representa su mayor y mejor legado: el milagro de la cohabitación y de la transición tranquila (con algún sobresalto) desde el invierno de la involución de Wojtyla-Ratzinger a la espléndida primavera de Francisco.
La Iglesia tiene horror al cisma, vieja herida sin cicatrizar en el tronco del cristianismo. Por eso, su máxima pretensión estructural y espiritual es no romper nunca la comunión. Cueste lo que cueste.
La ley suprema de la comunión se suele conjugar en la iglesia con otra ley no escrita, pero no por eso menos efectiva: la ley del péndulo. Y es que para contentar a las dos sensibilidades o almas, la institución va pasando de épocas conservadoras a otras más abiertas y liberales.
Es de todos sabido que, después de la ventana de aire fresco que se abrió en los muros anquilosados de la Iglesia con el Vaticano II y siguió en el postconcilio, vino la época de la involución orquestada por Juan Pablo II y de la que el entonces cardenal Ratzinger fue su máximo ideólogo. Los dos, mano a mano, vinieron a decir lo que dijo el filósofo español Ortega ante la República española: “Esto no es, esto no es”. Y atemorizados por el devenir, especialmente litúrgico, de las reformas conciliares, decidieron echar el freno y congelar el Concilio. Y así estuvo durante 35 años, en los reinados de Wojtyla y Ratzinger.
Con la renuncia de Benedicto se acaba el antiguo régimen de una Iglesia piramidal y autorreferencial, para dar paso a la Iglesia en salida, sinodal y hospital de campaña de Francisco. ¡Tuvo que sufrir mucho el Papa emérito, viendo como su obra era derribada, poco a poco por el Papa reinante, para descongelar el Concilio y volver a una Iglesia circular o, como a Francisco le gusta decir, poliédrica!
Y tuvo que ser duro para el Papa Francisco esta labor de desmontaje ante los ojos de Benedicto. Pero uno y otro mantuvieron el tipo y, si sufrieron, lo hicieron en silencio. Eso sí, los conservadores intentaron convertir a Benedicto en su icono, en su referente y en su ariete contra la nueva primavera. Con todo lo que eso supone de descalificación, persistente y continuada, del Papa Francisco, al que tacharon hasta de hereje.
Pero Benedicto no se dejó utilizar, aunque alguna vez rompió su promesa y dejó el monte, donde estaba dedicado a la oración, para bajar a la arena de la polémica. Pero, en general, la convivencia, durante casi 10 años, fue exquisita y hasta fraterna. Francisco siempre le llamó “el abuelo sabio” y Benedicto le respondió con el mismo cariño. Y así se hizo carne el milagro del paso, tranquilo y sin cismas, del invierno a la primavera.