Por José Miguel Cabezas, doctor en Política y Gobierno y académico de la Universidad Mayor
Los tres años posteriores al estallido social de 2019 nos encaminaron en una serie de procesos electorales y de negociación política que definitivamente reordenaron el naipe político nacional. El caso de los llamados “partidos nuevos” es probablemente el mejor indicador de un “diagnóstico reservado” a la salud actual de nuestra democracia.
Por un lado, observamos el surgimiento y éxito electoral de entidades como el Partido de la Gente y el Partido Republicano, lo que es completamente normal y esperado como resultado de las reglas de selección parlamentaria aplicadas en 2015. Sin embargo, es mucho más complejo de entender que históricos militantes de partidos políticos tradicionales como la Democracia Cristiana abandonen sus raíces e intenten crear nuevos partidos políticos.
Para dar sentido a este nuevo referente, no nos sirve el argumento institucional o de cambio de reglas del juego, pues ese efecto ya se vio años atrás. Una alternativa para explicar este hecho podría ser el costo-beneficio de pertenecer a un partido cuyo caudal electoral ha ido en franca disminución desde hace más de una década, situación que también es a destiempo.
Tenemos por tanto una interpretación plausible para el surgimiento de Demócratas: como un hito oportunista y miope. Es decir, intentar presentarse ante la ciudadanía como un actor nuevo y audaz cuando simplemente su plataforma programática es la misma que gobernó por más de 20 años.
El proceso constituyente actualmente está estancado, debido tanto a una propuesta de nueva Constitución apabullantemente rechazada por la ciudadanía, como también a que los actores políticos tradicionales han mostrado sus colores reales dejando de manifiesto que no se sentarán a debatir ni negociar si es que no se les asegura un mínimo de ganancias o de espacios de poder. Nada más distante de lo que la ciudadanía aclamó en el plebiscito de entrada de 2020.