Por Liz Ferrer, periodista peruana del diario La República.
Madres sentadas en la carretera, haciendo carpas con maletas y mantas, y dentro de ellas niños pequeños soportando el intenso sol del mediodía. Familias corriendo por la pampa, tratando de burlar el control policial, con maletas y sosteniendo a sus hijos. Moscas, desechos, un silo improvisado, y ninguna solución. Desde hace 15 días ese es el panorama en la Panamericana, en el límite entre Perú y Chile.
Cada día llegan a la frontera grupos de migrantes venezolanos, colombianos y haitianos que dejan Chile por falta de empleo, porque están en condición irregular en ese país y temen redadas contra migrantes, o porque se cansaron de la migración en condiciones difíciles.
Algunos extranjeros se quedan días en la frontera de Perú y Chile, hasta que logran cruzar por pasos irregulares. Existen denuncias de que policías peruanos ayudan a los migrantes a cambio de pagos, también se denunció que militares chilenos ayudarían a los migrantes para dejar el problema de la migración en territorio peruano.
Chile militarizó su frontera a finales de febrero argumentando problemas de seguridad en su país. Perú lo hará a partir de ahora por los mismos motivos. Los gobiernos de ambos países actúan ante la presión ciudadana que percibe que la migración es causante del aumento de la violencia.
Ni Perú ni Chile han iniciado un diálogo concreto para una solución humanitaria para lo que ocurre en la frontera. Tener a niños durmiendo en el desierto no significa un problema mientras puedan tener a la opinión pública de sus países a su favor. Nadie quiere un incremento de la delincuencia, pero fingir que todo se solucionará con la militarización muestra la debilidad de los gobiernos para una solución más profunda de la crisis.