Por Maite Alberdi, directora del documental La memoria infinita
No es sencillo aventurarse en la respuesta de por qué La memoria infinita ha batido récords históricos. Por qué llena salas y por qué se habla tanto de ella. Me encantaría decir que fue porque trabajamos años o podría hablar del camino que construí con las películas anteriores, o de su campaña, pero nada de eso justifica del todo el alcance que ha tenido. Pienso que la respuesta se acerca a algo mucho más simple.
El éxito de audiencias tiene que ver con la emoción, con lo que permanece en Augusto y en el espectador. Lo que queda es el amor, en un momento en el que ya no se habla de eso. Agradecemos ser testigos de un buen amor, de uno real, el de la Pauli y el Augusto, con todas sus dimensiones, no uno construido en Hollywood.
Augusto sabía lo que le pasaría y no tuvo miedo de que lo filmara. Nadie entendía por qué alguien que se preocupó de preservar la memoria, estaba dispuesto a registrar la forma en que la perdería. Tal vez para algunos, perder la memoria es perderlo todo. Pero muy por el contrario, Augusto se quedó con lo más importante. Sus memorias emotivas y sus emociones más profundas. Los datos se desdibujaron. Me he preguntado con esta película, de qué sirve tanta información. Augusto, un periodista que trabajaba con ella, que no olvidaría un hecho, los pierde. Pero jamás pierde su identidad, la encuentra en los libros, en sus amigos, en su casa, en sus emociones. El regalo de su testimonio habla de eso.
Él se encargó de dejarnos una lección aún más grande: lo único que queda marcado en el cuerpo a todo evento, son los dolores profundos, pero ante todo los amores más grandes. Esta es una película sobre la permanencia de lo que el cuerpo recuerda, no sobre el olvido. Vemos en Augusto una ternura a la que nos estábamos desacostumbrando. Nos enseñó las infinitas formas de preservar la memoria en todas las etapas de su vida, incluso cuando parecía perdida.
Finalmente, la película sienta un camino de cómo encontrar de nuevo la ternura que nos hacía tanta falta. De cómo abrazarnos. Y llega con una emoción que no sabemos dónde poner. Muchos me decían “no quiero verla, porque me da miedo ir a llorar”. Saliendo de una función, un supervisor que trabaja en el cine nos contaba entre risas que, en las salas, el equipo retira más pañuelitos de gente que ha llorado que pop corn.
Lo que parece una anécdota divertida, tiene una pequeña pero importante verdad. Nos contaba que la gente llora -pero no de tristeza- y que se quedan quietos hasta al final de los créditos. Nos volvemos a conectar con nuestra memoria emocional. Y ese es el legado infinito de la historia de Augusto Góngora.