Por María José Mora Friedl, académica Instituto Historia Universidad de los Andes
Que la salida de Estados Unidos de Afganistán era inminente, era algo indiscutible. Veinte años de una guerra que ha costado al país billones de dólares y miles de vidas, son razón suficiente para que el gobierno de Donald Trump firmara el acuerdo de salida negociado con los talibanes en marzo de 2020.
No debemos olvidar que el primer objetivo de EE.UU. en Afganistán era encontrar a Osama Bin Laden, autor de los atentados contra las Torres Gemelas en 2001. Ese objetivo se cumplió en mayo de 2011 y, pudiendo haberse retirado en ese momento, EE.UU. tomó otra decisión: la de “construir una nación” en un país cuya historia reciente estaba marcada por invasiones externas, señores de la guerra, corrupción, narcotráfico y tribus enfrentadas entre sí. Conflictos en los que Washington ha intervenido a resguardo de sus propios intereses en más de una ocasión, lo que explica la necesidad de quedarse, pero también el rechazo de los grupos afganos más radicales. Esto, sumado a la historia afgana de los últimos 40 años, auguraba la crónica de una muerte anunciada.
Fue precisamente la falta de una mirada integral que comprendiera la realidad afgana, no desde la perspectiva cultural y geopolítica de EE.UU., sino desde la comprensión de la historia y conflictos internos del propio Afganistán, la que genera después de 20 años un rotundo fracaso.
Esta guerra, la más larga en la historia de EE.UU, intentó con más de 100 mil hombres preparar a las FF.AA afganas con sus 300 mil soldados, sin entender que sus vínculos y lealtades cruzadas son superiores al sentido de la defensa de su patria.
El voraz avance talibán aumenta la presión en contra del gobierno de Joe Biden, la oposición lo acusa de manejo desastroso y presiona en contra de la recepción de refugiados. El electorado celebra el regreso de las tropas a casa y el mundo entero ve, en una suerte de “deja vu”, cómo Afganistán parece convertirse nuevamente en un nido de terroristas.