Columna de Marisol García: Confesiones de guion

This image released by HBO shows Tina Turner performing in 1976, from the documentary "Tina." (Rhonda Graam/HBO via AP)

Tal como en las alturas del poder se ha vuelto imperativo planificar el relato que despida “el legado” de un período presidencial, las figuras de la música no pueden hoy estar desprevenidas sobre el tipo de película, serie o documental biográfico que recopile sus conquistas, saque lustre a sus atrevimientos y minimice sus errores.



Entre los recuerdos que Tina Turner articula ante una cámara para su primer documental biográfico -estrenado en marzo y más poderosa ella que el filme, hay que decirlo-, aparece de pronto un episodio en cuya paradoja quizás no se repare. En los 80, la magnética cantante e impetuosa performer escénica no lograba defender su impronta solista frente a los medios, que persistían en preguntarle por aquel hombre que Tina sólo quería olvidar. La sombra de Ike Turner representaba un trauma psicológico pero además un lastre profesional, al que ni el hit What’s love got to do with it borraba. ¿Cómo hacer, entonces, para al fin proyectarse por sí misma, divorciada por las leyes civiles y musicales de un maltratador que no había conseguido acallar su talento?

Publicar un libro, pues. Así eran las cosas entonces, cuando las estrellas de la música ubicaban a cronistas en fantasma para zanjar discusiones con reveladores impresos que llevaban las palabras ‘historia definitiva’ en portada. Hace 35 años, las 207 páginas de I, Tina: My Life Story funcionaron. Y lo aprendemos… en un documental, la plataforma contemporánea de confesiones en streaming a la que cada vez más músicos acuden buscando establecer versiones oficiales. Tal como en las alturas del poder se ha vuelto imperativo planificar el relato que despida “el legado” de un período presidencial, las figuras de la música no pueden hoy estar desprevenidas sobre el tipo de película, serie o documental biográfico que recopile sus conquistas, saque lustre a sus atrevimientos y minimice sus errores.

Tan particular control de daños debe maquillar torpezas pero por ningún motivo descartar zonas oscuras, al contrario. De Luis Miguel a Elton John han demostrado que precisamente aquello que más se escondió en antiguas entrevistas es lo que hoy dota a estos nuevos audiovisuales de su gancho de distinción. Cómo, cuándo y con qué banda sonora exhibir antiguas vergüenzas puede ser parte de la negociación de un contrato millonario con Netflix.

Ganamos con este enésimo mercado de intimidades el asomo a episodios que explican muchas cosas, incluyendo el carisma. Perdemos, sin embargo, las zonas grises que también forjan un buen cancionero, y que no por planas dejan de ser relevantes: tiempos muertos, silencios incómodos, asociaciones inconducentes, romances mecánicos. En la creciente oferta de biopics musicales el arco narrativo de niñez inspirada (precocidad), juventud sufriente (incomprensión), descenso a los infiernos (corazón partido), y al fin reimpulso y gloria adulta (ahí tienen, envidiosos) comienza a instalarse como una convención digna de la suspicacia. La didáctica de la redención es sencilla de comprender y dota de épica incluso el trayecto quieto de un trovador con guitarra. Pero la mejor música se nutre de particularidades que escapan al bajón y ascenso lineal.

Quizás por eso, algunos de los mejores documentales musicales son el retrato de un desastre (como Let’s get lost, sobre Chet Baker), la detención de un momento (Aretha Franklin: Amazing grace) o la autodenuncia de un fracaso (el chileno Los Rockers, rebelde rock&roll). Sincerémenos: en el pop y en la política una investigación no autorizada es casi siempre más confiable que un proyecto compartido con el cálculo de la promoción.

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