Por Matías Rivas, escritor.
El humor ha vuelto a ser noticia gracias al fracaso estruendoso de algunos comediantes. Las rutinas con guión ideológico no están sacando aplausos. Funcionan en lugares pequeños, pero con el público masivo fracasan. Les está yendo mejor a los cómicos ambiguos, esos que se mueven en ámbitos sorpresivos, que alternan registros hasta tocar la fibra y lograr las carcajadas.
El oficio de Coco Legrand ya es legendario. Más que chistes relata anécdotas llenas de observaciones divertidas y sagaces. En sus presentaciones va de a poco midiendo la atmósfera para interpretar al tipo preciso. Puede actuar como una señora irritada, un ejecutivo exitoso y chanta o de anciano socavado por las exigencias de la vida. Felipe Avello también practica la técnica de dilucidar a quienes lo escuchan y según eso empezar a jugar con bromas levemente cercanas al absurdo y, a la vez, puntudas. Ambos tienen características literarias: son narradores, cuentan historias con percances. Logran una máscara verosímil, irónica. Se hacen pasar por desgraciados, hablan mal de sí mismos para conquistar la simpatía. Ninguno de los dos pretende dar ejemplos ni juzgar. Están lejos de considerarse víctimas. Legrand posee una inclinación por mostrar los vericuetos sociales. Avello, en cambio, se dedica a examinar las palabras y dichos que circulan. El uso oblicuo del lenguaje es su especialidad.
Dedicarse a elucubrar bromas es un trabajo arduo y temerario. Nicanor Parra y Roberto Matta exploraron el poder y el desconcierto que genera el humor. Consideraban que era una expresión esencial de la inteligencia, veloz y sutil, capaz de relacionar aspectos diversos de la realidad para hacerlos estallar de risa. Sabían que era una manera de subvertir los códigos, lo aprendieron durante sus años de formación y en las lecturas surrealistas que instaló el grupo La Madrágora. Estos últimos eran poetas dispuestos a llevar hasta los límites de la violencia sus premisas. La leyenda dice que Braulio Arenas en 1940 interrumpió a Neruda mientras estaba leyendo en un salón repleto en la Universidad de Chile. Agarró los papeles del discurso y los rompió. Fue una insolencia, quizá un acto de resentimiento camuflado bajo en el concepto de “humor negro”, sobre el que mucho se ha elucubrado, sin embargo, poco se ha sacado en limpio.
Algunos académicos señalan que Juan Emar fue el precursor del humor literario en Chile. No me atrevería con una aseveración tan categórica, pues hay que contemplar las figuras de Jorge Délano y Jenaro Prieto. Lo que sí está claro es que Emar desplegó una escritura con la intención de irritar las convenciones. En sus obras lo siniestro y lo neurótico se mezclan con un feliz desparpajo. Los nombres de sus personajes son hilarantes: Martín Quilpué, Lorenzo Angol, Matilde Atacama, Rosendo Paine. El exceso de ingenio –en ocasiones– debilita sus burlas. Salvo los cuentos del volumen Diez y su novela corta Un año.
Raúl Ruiz en sus Diarios y conferencias descifra algunos rasgos de la idiosincrasia chilena que son peculiares, como la “talla”. Vendría a ser una solución de continuidad que desarma la tensión, una manera de sostener diálogos quebrados, flotantes. Por otra parte, altera el tono de la situación. En su cine el humor cubre un amplio espectro. Su adaptación de Palomita Blanca expone los entresijos humanos, los problemas de clases, donde se cruzan lo turbio y lo ladino.
Lo que Gary Medel denominó “chispeza” es una cualidad antigua que se remonta a la España medieval, en particular a la tradición de la picaresca, iniciada con El lazarillo de Tormes. La tenemos inculcada en los nervios, es método de sobrevivencia. Otras vertientes del humor, aunque más oscuras, descienden de la escatología de Quevedo. El imaginario satírico es reconocible en ciertos poemas de Enrique Lihn, como los sonetos publicados en París, situación irregular.
Marcela Paz fue una autora única en el panorama. La serie Papelucho está enfocada en conmover y sacar sonrisas con el devenir de un niño freak que observa sus inmediaciones con ojo clínico y sorna. Son aventuras menores, cándidas, descritas con la ligereza perfecta para mostrar la fragilidad. Se ha transformado en un clásico. La simpatía que despierta en sus lectores se renueva una generación tras otra.
He escuchado varias veces la misma idea: el inconsciente colectivo chileno está radicado en los chiste de don Otto y don Federico, por lo que sería imperioso juntarlos y sacar una edición. El prólogo habría que encargárselo a Slavoj Žižek, experto analista de la mordacidad. No me seduce el proyecto, ya que no incluiría las ocurrencias chillanejas, célebres por su eficacia. Cuando no alegran el ánimo, se responden a cuchilladas.
Es complicado hacer reír a una muchedumbre, implica sacudir a los espectadores para que se entreguen a jugar. Aún más difícil en una cultura que cree que la seriedad es un signo de elegancia y decencia. La preocupación por la performance de Daniel Alcaíno en el Festival de Viña no es vana. Se hizo famoso con Yerko Puchento. Se lució con su acidez y crítica social, incluso figuró en calidad de provocador televisivo. Ahora tendrá que hacer vibrar a los espectadores con las escurridizas emociones del momento. Veamos si puede mantener su nivel. Oficio no le falta.