Columna de Mauro Casa: ¿Por qué ganó el Frente Amplio en Uruguay?
Por Mauro Casa, politólogo uruguayo y magíster en políticas públicas por la London School of Economics.
Lamento informar al lector que no encontrará aquí la bala de plata que explique de manera unívoca la victoria del Frente Amplio (FA) uruguayo el pasado domingo 24 de noviembre en la segunda vuelta presidencial, sino a un cientista social repitiendo por millonésima vez nuestra cantinela de que todo fenómeno político es multicausal. Y es que lo es. Vamos allá.
El triunfo de la izquierda fue más contundente de lo esperado y parecía harto improbable hace apenas unos años, cuando el presidente Lacalle Pou salvaba con buenas calificaciones su gestión de la pandemia del coronavirus. Este resultado puede leerse como una combinación de tendencias globales, particularidades locales y, sobre todo, como una reivindicación de algunos rasgos de la tan vilipendiada política tradicional, en tiempos de ruidosos emergentes “anti casta”.
En un contexto mundial donde los oficialismos pierden elecciones sistemáticamente, los Estados parecen impotentes ante los grandes desafíos del presente (y de un futuro que ya llegó) y la ciudadanía exhibe rasgos de un hartazgo creciente, el FA logró sacar una leve ventaja capitalizando las expectativas defraudadas por el gobierno actual, en un escenario de extrema competitividad entre dos bloques electorales cada vez más indiferenciados ideológica y programáticamente, cuyas campañas no lograron cautivar a un creciente número de electores más desinteresados y desinformados que nunca.
El FA sigue siendo una reliquia del museo del siglo XX: no solo es el último gran partido de masas de Occidente, con revigorizadas redes de militancia territorial, sino que continúa funcionado como partido “atrapatodo” desde hace décadas, y salvó la prueba de la crisis de orfandad de liderazgos tras el retiro de sus históricos referentes de la pugna electoral. Por el contrario, los partidos del bloque oficialista, encabezados por el Partido Nacional, enfrentaron problemas de cohesión y dirección estratégica, evidenciando que a la hora de la verdad los votos de la coalición eran menos que la suma de sus partes. El gobierno confió excesivamente en sus indicadores macroeconómicos modestamente positivos mientras la caída de salarios y pensiones, el aumento de la pobreza (sobre todo la más visible pobreza extrema) y la violencia vinculada al narcotráfico eran trasfondo de la vida cotidiana de muchos electores silenciosos, cuyo apoyo daba por descontado.
La campaña del oficialista Álvaro Delgado presentó una comunicación errática y contradictoria de mensajes que rápidamente abandonaron la esperanza para azuzar el miedo vetusto al “Oso rojo” del “peor FA de la historia”, evocaciones difíciles de comprar cuando del otro lado competía un candidato campechano y con aire bonachón como Yamandú Orsi. Pese a las críticas por su grisura, “Tibiorsi” -mote insidioso que le endilgaron incluso muchos de los propios- optó por mostrarse auténtico, un político llano y más ducho en el mano a mano que frente a las cámaras, y no calzarse un disfraz de showman funcional a la civilización del espectáculo y las exigencias algorítmicas. La campaña del FA se la jugó a un talante sereno y dialogante, alejado de las polarizaciones y estridencias que arrecian en la región y también en las potencias globales, para afrontar una elección con balotaje, donde a la larga gana quien genera menores resistencias. En tiempos de histeria, insultos y grietas, el de Orsi es un liderazgo caudillesco de hablar pausado, de palmada en la espalda y muy dueño de sus silencios.
Su victoria se asemeja bastante a una opción mayoritaria por “lo menos malo” y es, a la vez, un elogio a la vieja política.
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