Por Octavio Enríquez, periodista nicaragüense
Confieso que el juramento presidencial en Nicaragua no lo había escuchado con tanto detalle hasta este 10 de enero de 2022, cuando el comandante Daniel Ortega, a sus 76 años, dijo “lo juro” cuando le preguntaron si prometía respetar la Constitución, las leyes, los derechos y libertades ante “Dios, la patria, los héroes y mártires y las familias de nuestra Nicaragua bendita y siempre libre”.
El ruido estruendoso de los cañones marcó el entierro de la democracia maltrecha de Nicaragua, cuya transición inició en 1990 después de la guerra. Para el viejo guerrillero sandinista significó el inicio de su año número 15 en el poder al lado de su esposa, Rosario Murillo, una pareja dictatorial única en América Latina.
Nací allí, y muchas veces me he preguntado en qué momento se jodió todo, tal como se cuestionó Vargas Llosa en Conversación en la Catedral. Nací allí, y duele cuando uno piensa en los muertos que cayeron y fueron traicionados desde el poder.
La pregunta del artículo es un desahogo. Nicaragua se jodió porque no hizo un cambio, sino que sus dirigentes repitieron la historia. Ortega y Murillo son un símil de Somoza, al que ayudaron a derrocar en 1979. La receta para las dictaduras es siempre la misma: falta de escrúpulos, corrupción, obsesión del poder absoluto, crueldad, caudillismo y la complicidad de muchos. Las consecuencias también: muerte y represión.
Esos vicios emergen en las grietas de la democracia, que se notan más cuando la gente se harta de la desigualdad, y pueden llegar a crear monstruos. La región no necesita santos de izquierda ni salvadores de la patria de derecha. Requiere instituciones fuertes. Vean la historia digna de House of Cards de los Ortega. Es pura maldad, aunque juren ante Dios.