Por Pablo Cabrera, ex embajador de Chile en Rusia y Ucrania

Las escaramuzas bélicas entre Rusia y Ucrania al rebasar sus confines territoriales inducen a pensar que la Guerra Fría estaría de vuelta y la globalización en retirada, a pesar de los presagios de que esta impulsaría el “fin de la historia” luego de la caída del Muro de Berlín. Un contrasentido propio de un orden internacional resquebrajado que ha resentido las instancias de intermediación y cooperación necesarias para configurar un nuevo sistema avalado por distintas cosmovisiones.

El impulso transformador presente desde los inicios del tercer milenio, acicateado por la digitalización, ha provocado un cambio en el ejercicio del poder, agitando a una comunidad ya aprensiva, porque su arquitectura institucional se veía sobrepasada por nuevos paradigmas tecnológicos y cibernéticos. Un cuadro complejo que altera el mapa geopolítico y reaviva rencillas estratégicas que se creían erradicadas y se expresan ahora con sensibilidad moderna en un contexto diferente que, igualmente, amenaza la paz y la seguridad global.

De ahí que sea un anhelo compartido configurar un nuevo sistema internacional que acoja cambios estructurales y satisfaga demandas antiguas y nuevas. Un desafío mayúsculo para la diplomacia en la Era Global de las Comunicaciones conforme el fomento de la interdependencia y la proyección instantánea de hechos pueden derivar en tensión política y social que suele presentarse de manera diferente y hasta en envoltorios diferentes del producto original.

Por lo tanto, la disputa ruso-ucraniana puede dar pie a equivocaciones si el análisis no considera la historia e idiosincrasia de los protagonistas que han marcado siempre sus actuaciones en el tablero mundial y donde la simbología juega un rol fundamental. Más aún, si se trata de una nación que tradicionalmente ha pretendido situarse como una civilización articuladora entre Oriente y Occidente.

Así́ las cosas, el desplazamiento de contingente militar y armamento en la frontera de los dos países es una fiel expresión de lo anterior. Para algunos, serían los prolegómenos de una guerra tradicional donde Rusia, aprovechando rivalidades sino-norteamericanas y desavenencias entre países de Europa, buscaría recuperar su impronta de interlocutor neurálgico en el debate mundial; para otros, confirmaría la existencia de una confrontación “híbrida” encaminada a ganar espacios estratégicos y recomponer áreas de influencia a través de la disuasión de unos y otros. Su puesta en escena estaría revelando que ninguno de los actores desea quedarse fuera de esta coyuntura. Los recientes encuentros entre líderes mundiales cargados de simbología así́ lo demostrarían.