Por Ricardo Hurtubia, académico de la Universidad Católica e investigador del Centro de Desarrollo Urbano Sustentable (CEDEUS).
La Ciclorecreovía -el cierre temporal de calles en fines de semana para dedicarlas al uso exclusivo de peatones y ciclistas- es probablemente una de las mejores cosas que ocurren en Santiago. Por algunas horas el silencio se apodera de nuestras calles, las que se llenan de familias y deportistas que aprovechan esta oportunidad, tan escasa, de usar un espacio que habitualmente les es negado. Con la pandemia y el encierro, la demanda por este tipo de medidas ha crecido fuertemente. Durante el bloque deportivo de los fines de semana las calles se vuelven más vitales, evidenciando que la ciudadanía aprecia la medida y que su fortalecimiento y expansión son necesarios.
Recientemente se anunció el cierre de un tramo de la Ciclorecreovía en Providencia, producto de la tensión que implica la incursión recurrente de cicletadas de protesta en su recorrido. Es paradojal que el movimiento que protesta en bicicleta (generalmente asociado a una demanda por ciudades más justas y seguras para ciclistas y peatones) termine causando esto, producto del mal actuar de unos pocos de sus participantes. Es de esperar que organizaciones sociales y ciclistas puedan manifestar sus justas demandas sin dañar algo que evidentemente contribuye a lo que ellos mismos aspiran.
Sin embargo, la verdadera amenaza para iniciativas como la Ciclorecreovía no son estas protestas, sino su fragilidad financiera y la falta de una visión y gobernanza territorial que permitan su adecuado desarrollo y expansión. Su financiamiento depende principalmente del auspicio y avisaje de privados, y de algunos escasos fondos públicos. Esto explica que este tipo de medidas se dé más en comunas de altos ingresos, lo que es un síntoma más de la desigualdad que caracteriza a nuestras ciudades.
Es necesario un mayor financiamiento y compromiso público con este tipo de medidas. No sólo por su aporte a la salud física y mental de quienes las utilizan, sino también por su potencial contribución a la cohesión social, al abrir espacios de encuentro ciudadano, y al evidenciar la ciudad que emerge si cambiamos nuestros hábitos de movilidad. Cambio que nuestras ciudades, junto a sus habitantes, necesitan para adaptarse y sobrevivir a la amenaza del cambio climático que se avecina.