Por Rodrigo Guendelman, Conductor de Santiago Adicto de Radio Duna.
La frase que da título a esta columna está desplegada en la exposición de esculturas de la inmensa Marta Colvin, inaugurada el jueves en el Centro Cultural El Tranque, en la comuna de Lo Barnechea. Es una delicada reflexión que sintetiza mucho de lo que fue esta mujer, esta artista, una de las más grandes de la historia de Chile, por su intensa y simbiótica relación con la piedra, la cordillera, el paisaje andino, así como con la monumentalidad del mundo prehispánico. Si bien la anécdota es relativamente conocida, no está de más recordarla.
Cuando Henry Moore, el escultor más importante del siglo XX y maestro de Marta Colvin en su paso por Londres, supo que era chilena, le mostró su colección de libros sobre arte precolombino y le preguntó: “¿Por qué vienen ustedes a estudiar a Europa esperando encontrarlo todo, si poseen una tradición tan rica para investigar e inspirarse?”. Su alumno y, luego, ayudante, el escultor Francisco Gazitua, escribe en el libro más completo que hay sobre Marta Colvin (fruto del trabajo de la Corporación Bodegón Cultural de Los Vilos, que dirige Jorge Colvin, y el financiamiento de Antofagasta Minerals), que “de la desmesura del paisaje americano proviene el tono mayor de su escultura, su manera de trabajar la piedra, horadar la madera, su monumentalidad. La obra de Marta se diferencia de la mayor parte de los escultores de su generación quienes, para distinguirse del ámbito europeo, se revisten de un carácter americano basado en la apariencia exterior de la cultura precolombina. Marta Colvin recupera para la revolución abstracta lo que ella llama raíces o carácter americano, el paisaje, los roqueríos y formaciones geológicas de Los Andes. La mayoría de los títulos de sus obras de esa época provienen de la mitología americana y chilena. El carácter americano en ella tiene que ver con la geología más que con un look sudamericano que caracteriza a sus contemporáneos”.
Siguiendo la orientación de su maestro Moore, Marta vuelve de Europa a Latinoamérica en 1954, luego de seis años entre París y Londres, en un viaje que denomina “Descubrimiento de América” y que la lleva a recorrer el continente. Es tan fuerte su conexión con la geografía, que es justamente un gigantesco terremoto, el de Chillán en 1939, ese Chillán donde había nacido y vivía, el que la hace viajar a Santiago y “provoca el remezón interno en su espíritu, inquieto y creativo, que la lleva a matricularse en la Escuela de Bellas Artes a los 32 años”, escribe Jorge Colvin en el libro Marta Colvin, escultora.
Una artista que venía del sur de Chile y que recién empezó a estudiar en la tercera década de su vida, logró un éxito internacional apabullante. Sus obras se encuentran, en su mayoría, fuera de Chile. En Francia, en Inglaterra, en Japón y Corea del Sur. En la entrada principal del Edificio de las Naciones Unidas de Ginebra, Suiza, se emplaza su obra “Himno a la paz”; en las cercanías de París se encuentra su homenaje a la Orden de los Templarios, ubicado frente a una iglesia medieval. Y en el Parque de las Esculturas de Middelheim, Bélgica, su pieza “Torres del silencio”, por la que ganó en 1965 el Premio de Escultura de la Bienal de Sao Paulo.
En una esquela del Hotel Crillón, Pablo Neruda le dedica las siguientes palabras: “¡Salve Marta, colvinizadora del mundo, martista de la piedra, caminante chillaneja, torre del sur!”. Desde una mirada menos nerudiana, más docta, el crítico de arte Ricardo Bindis resume con notable precisión la esencia de Marta. “En nuestra artista se elogia lo auténtico y ancestral de su obra que recoge, con cultura plástica muy marcada, la audaz esquematización de la vanguardia europea y las formas desgajadas y dramáticas de las piedras andinas, en un trabajo de impecable técnica, de depuración formal muy lograda. Marta Colvin une en la oposición de lo refinado y lo autóctono, un mensaje que tiene ecos de la selva, de los cataclismos cordilleranos y las sutilezas europeas, sin que lo uno derive a lo otro, sino que se complementen y den esa imagen tan única, tan tremendamente dramática de clamor primitivo, pero de auténtica dimensión internacional, sobrepasando la anécdota y los localismos. Es el suyo un arte que siendo muy americano rebasa su condición para pertenecer al mundo”.
Volvamos a la muestra de Marta Colvin que se acaba de inaugurar en Lo Barnechea. Es una oportunidad única (y gratuita) para ver cerca de 40 obras que pertenecen a colecciones públicas y privadas, de apreciar su primera etapa figurativa y su posterior período abstracto, de tener por primera vez en Santiago más de 10 piezas que pertenecen al Museo Marta Colvin de Chillán, así como de presenciar el gran tamaño de “Himno al trabajo”, obra de 1990 que estuvo anclada en el suelo en la esquina de Nueva Providencia y Marchant Pereira hasta hace algunas semanas.
Es, también, una oportunidad inédita para ver en un espacio diferente la escultura “El árbol de la vida”, realizada por la artista en 1971 para el edificio de la UNCTAD III (hoy Centro Cultural GAM), y que nunca había salido de allí (y una buena oportunidad para que cuando regrese al GAM, se le dé una ubicación más apropiada). Es, finalmente, una forma de entender la complicidad de Marta Colvin con la piedra. “Me he preguntado qué me impulsa a buscar la monumentalidad a través de la piedra, material de mi preferencia, y me he respondido que es el encantamiento de la cordillera de los Andes que, desde mi niñez, me subyugó”.