Por Rodrigo Guendelman, conductor de Santiago Adicto de Radio Duna

La pregunta que le da el título a esta columna la escribe la artista Cecilia Vicuña en su ensayo para el libro Sobre Monumentos, lanzado la semana pasada por Ediciones UC, el Ministerio de las Culturas y el Centro del Patrimonio UC. Vicuña, recién galardonada con el León de Oro a la Trayectoria en la Bienal de Arte de Venecia, propone que lo monumental de estos tiempos podría ser la cordillera sin nieve, la extinción de las especies o la voluntad colectiva de escribir una nueva Constitución.

Otro de los invitados a colaborar en el libro es el arquitecto y artista español Jorge Otero-Pailos, quien ha logrado llevar la contaminación a un lugar destacado dentro de la discusión patrimonial. Con muestras en el Victoria & Albert Museum de Londres, el museo Louis Vuitton en Asnieres e incluso en Westminster Hall, donde funciona el Parlamento británico, Otero-Pailos es responsable de que el polvo acumulado por siglos se haya empezado a considerar como algo que tiene lugar en la cultura. “Me gustaría proponer que pensemos en ese hollín (se refiere al que se respiraba en el siglo XIX en Nueva York, a propósito de un cuadro de Georgia O´Keeffe), en ese polvo, como un material arquitectónico, como parte integral del arte de construir”, explica.

Tienen que leer su texto completo. Es un estímulo constante para las neuronas y un manjar para quienes se interesan en las nuevas fronteras del arte. Un pequeño robo adicional al ensayo de Otero-Pailos: “En 1992 la Comisión Europea creó un sistema de muestreo de núcleos de hielo en Groenlandia y encontraron polvo proveniente de las minas de plata del Imperio Romano en Carthago Nova. La distancia entre España y Groenlandia es de casi 4.500 kilómetros. Pero hay que tomar en cuenta los patrones de los vientos. Desde España el humo de las minas romanas viajó primero hacia Sudamérica para luego subir por Norteamérica y luego virar al este hasta Groenlandia. Son decenas de miles de kilómetros, lo que significa dos cosas: primero, que los romanos ya contaminaron la atmósfera del mundo. Segundo, que el polvo de los romanos ha durado lo mismo que sus monumentos y sus monedas”. Qué maravilla. No es lo que uno lee todos los días.

Sigamos navegando por este libro que ayuda a mirar los monumentos desde otros paradigmas. El arquitecto Emilio de la Cerda, quien hasta hace pocos días era el Subsecretario del Patrimonio Cultural, escribe un texto que se titula “Baquedano, una cuestión de piel”. Nos recuerda que el viernes 12 de marzo de 2021, y luego de casi un siglo situado en el corazón de la ciudad, el monumento a Baquedano fue separado de su plinto, elevado por una grúa hidráulica y trasladado a un taller de restauración en las antiguas instalaciones del aeropuerto de Cerrillos. Una vez que la escultura estuvo en manos del taller Montes Becker, y luego de conversaciones con distintos actores del mundo cultural, “nos llevó a dimensionar que la limpieza del monumento a Baquedano no podía entenderse como una operación desprovista de sentido histórico y político: independiente de la valoración que individualmente se pudiera tener de los acontecimientos, era un hecho objetivo que la superficie adherida al bronce de Baquedano, ese fino fuselaje de pinturas sedimentadas, constituía uno de los principales testimonios materiales de un período relevante en la historia reciente”.

Separar la costra del bronce no fue tarea fácil. Se trató de un trabajo milímetro a milímetro que lideró Francisca Correa, conservadora de la Secretaría Técnica del Consejo de Monumentos Nacionales. Pedazos de vidrio, de bombas molotov, calcomanías, cuerdas, afiches, cintas de embalar, tierra, bolsas plásticas, polvo químico de lacrimógenas y argamasa solidificada de mortero cementicio: todo eso había en la capa retirada del monumento. ¿Qué era esta pieza? se pregunta Emilio de la Cerda. “Destinada a ser el desecho de la restauración, en ella permanecían vibrando como en sordina la fuerza, los anhelos y el descontrol del estallido. ¿Cómo llamarla entonces? ¿Piel? ¿Costra? ¿Pintura? ¿Mapa? ¿Manto? ¿Espejo? ¿Palimsesto? ¿Lienzo? ¿Escoria? Era al mismo tiempo todas y ninguna”.

Si quiere saber cuál fue el lugar elegido para guardar esta nueva forma de entender la monumentalidad, muy en línea con el hollín de Otero-Pailos, lo invito a comprar el libro. Así, aprovecha de leer el brillante ensayo de Michele Bogart, profesora emérita de historia del arte en la U. de Stony Brook, quien aporta esta frase, con la que remato la columna. “Ninguna concepción de arte público es sagrada. Algunos ven este hecho como una justificación para destruir lo viejo. Yo veo las cosas de otra forma. Aunque mi punto de vista no es popular, no acepto la idea de que estemos atados a la concepción antigua y obsoleta de una estatua cívica histórica, ya sea únicamente como una celebración o un símbolo de poder de arriba hacia abajo. Como culminaciones de procesos con aspectos históricos y urbanos complejos, esos artefactos estéticamente renderizados son mucho más que eso. Pero sólo podemos captar toda esa gama completa de significados, pasados y presentes, y discutirlos, si dejamos los monumentos donde están. Necesitamos retener (y mantener) los que quedan, tal como leemos libros o dejamos pinturas de ‘gente mala’ y ‘cosas malas’ en las paredes de los museos, como objetos de investigación enriquecedores y multidimensionales”.